“Ahora que nos podemos quitar la mascarilla sabremos si es tan mino como creíamos”, comentan unas adolescentes sentadas en el andén del metro. No son las únicas. A lo largo de la pandemia, hemos visto muchas bromas referidas al aspecto físico y el uso de la mascarilla: cuando alguien se la saca y deja ver su acné, el aparato de ortodoncia o una nariz o boca que se sale de la norma. Y es que, además de un elemento para la prevención de contagios, la mascarilla para muchas y muchos se transformó en una especie de refugio, un lugar seguro o una manera de poner distancia entre la mirada de los demás y el propio rostro. El mismo rol que cumple el pareo cuando nos ponemos de pie en traje de baño en la playa, o incluso el filtro que usamos antes de subir una foto a las redes sociales.

Así, aunque para muchos supone un alivio deshacerse de una vez por todas de las mascarillas en los espacios públicos y abiertos, para otros este paso puede ser angustiante después de tanto tiempo conviviendo con ellas. Algunos psicólogos ya hablan del ‘síndrome de la cara vacía’, que tiene mayor prevalencia en la adolescencia. Así lo explica en un artículo de El País, la pedagoga María Campo Martínez: “Utilizan la mascarilla como una forma de protegerse y de ocultar sus posibles defectos, sus inseguridades, sus miedos. Con ella se sienten más protegidos, más a gusto”.

Estereotipos, miedos e inseguridades. Conceptos que salen junto con las mascarillas. Y salen impulsados por comentarios como el de las adolescentes del metro. Opiniones sobre el cuerpo ajeno que solo alimentan el odio propio; que tienen a adolescentes y jóvenes con miedo a quitarse la mascarilla o subiendo a sus redes caras que no son reales, con narices adelgazadas y pieles alizadas por el efecto de un filtro. En una sociedad en la que aún las personas somos valoradas por nuestro físico, tenemos pánico a mostrarnos tal y cual somos. Y en ese contexto, la mascarilla se volvió una aliada.

Y no solo para esconder cómo nos vemos, sino también cómo nos sentimos, porque el hecho de llevar la mascarilla también favorece la percepción de que el estado emocional no resulta evidente para el otro. Y es que nos hemos acostumbrado a que mostrar las emociones también nos hace vulnerables.

La eliminación de las mascarillas, ese sencillo acto, pone una vez más sobre la mesa la necesidad de avanzar en una sociedad en la que la presión por el aspecto físico deje de ser tal, algo difícil de lograr cuando los medios de comunicación y las redes sociales con sus filtros siguen asentando un estándar de belleza inalcanzable, haciendo que muchos y muchas no desean tener su cara si no la de un filtro.

De ahí la importancia de ser cuidadosos con nuestras palabras. Cada cuerpo es un mundo y un comentario, por muy sencillo o ingenuo que parezca, puede impactar la autoestima y seguridad de los demás. La escritora, feminista y activista gorda, Andrea Ocampo lo dijo hace poco en uno de nuestros artículos: “Hay que tomar una actitud activa en caso de enfrentarse a estas prácticas. No hay que ser cómplice de ese tipo de violencias, para eso hay que levantar la mano. Cuando estemos en grupo y se den este tipo de comentarios, hay que decir ‘a mí no me parece’. O poner otro tema de conversación, reírse de otra cosa y desviar el foco. Hay que cambiar el imaginario patriarcal de los cuerpos hegemónicos, y esa estrategia tiene que venir desde el lenguaje, el pelambre y el sentido común, porque no se va a dar a través de la institucionalidad”.

En vez de bromear con que al comenzar a sacarnos la mascarilla nos encontraremos con el verdadero rostro de quienes conocimos en la pandemia, quizás es mejor pensar en que por fin nos volveremos a ver sonriendo.