A finales de mayo la comunidad virtual denominada The Female Activists –que busca generar consciencia respecto a la discriminación que viven las poblaciones mal denominadas minoritarias, tales como las mujeres y disidencias– compartió en sus redes una publicación que decía: “No es mi responsabilidad estar a la altura de lo que el otro espera de mí”. Y luego, en la descripción, precisaron: “Tu idea de lo que soy yo tiene que ver con tus expectativas y no con lo que a mí me corresponde hacer o no”.

La frase, por más cliché que podía llegar a ser, resonó en muchos y dio paso a la siguiente interrogante: ¿Somos acaso responsables de las expectativas que el otro deposita en nosotras? Y, en la misma línea, si es que no cumplimos con ese ideal, ¿estamos nosotras en falta?

La conversación parecía estar abordando algo de suma relevancia pero que poco se ha verbalizado; muchas veces nos esforzamos de sobremanera por cumplir un ideal creado socialmente –incluso transgrediendo nuestras propias individualidades–, por miedo a perder a ese otro. ¿Pero por qué esa responsabilidad está puesta mayormente en nosotras y no en el otro que es, finalmente, el que depositó expectativas e ideas ilusorias en nosotras?

En ese sentido, en casos puntuales y determinados en los que los demás esperan algo de nosotras sin considerarnos o vernos realmente, ¿es nuestro deber hacernos cargo de eso? ¿O cada uno debiese hacerse cargo de sus propias expectativas y asumir que se pueden cumplir o no?

Más que desligarnos de las consecuencias que podrían tener nuestros propios actos, se trata de no sentirnos presionadas por cumplir un ideal impuesto por otros. Y es que, como dice la psicóloga, académica e investigadora, Carolina Aspillaga, es importante entender que las expectativas que el otro tiene de nosotras no necesariamente se ajustan a lo que somos o a lo que nosotras buscamos de ese vínculo, sea cuál sea. Tener expectativas, de por sí, no es algo positivo ni negativo, las dificultades surgen cuando vemos al otro desde esas expectativas y no desde su individualidad.

También, según desarrolla la especialista, es problemático cuando creemos que la mantención de ese vínculo depende únicamente de que nosotras (o nosotros) cumplamos con esas expectativas. “O incluso peor, cuando creemos que la mantención de ese vínculo depende de que cumplamos las expectativas que creemos que el otro tiene de nosotras, sin siquiera estar seguras. Eso nos lleva a que nos transgredamos a nosotras mismas, siendo condescendientes o acomodándonos y adaptándonos al gusto y la voluntad de la otra persona por temor a perderlo”, señala. Y también nos lleva a desarrollar una dinámica poco genuina, en la que prevalece el miedo a la pérdida (y el duelo que eso implicaría) y la falta de comodidad.

Hacer eso, según señala Aspillada, puede tener un costo alto. “En dinámicas relacionales, dado que se trata de dos o más sujetos distintos, se requiere negociar, conversar, transar. Pero eso no es lo mismo que hacerse cargo de las expectativas del otro. Por eso es importante conversar, valorar las diferencias y no esperar que la pareja sea una fusión total. Eso conllevaría la disolución de las individualidades y así se pierden los atributos que hacen que cada uno sea quien es”, explica. Y el valor de la individualidad es, según postula, muy alto.

No hay que asumir que porque hay amor se quiere o se busca lo mismo. En todos los casos, habría que visibilizar al otro como una persona distinta a mí, reconociendo quién es y no lo que uno espera que sea. Así se transparenta lo que todos buscan y se generan acuerdos. Y claro, también es necesario entender que se puede negociar y conversar pero que la mantención del vínculo no puede depender de que una de las partes se convierta en el sujeto que la otra persona desea”. Ahí es donde entendemos que las expectativas son individuales y, en muchos casos, proyecciones del que las deposita en otro. No son, por ende, responsabilidad de ese otro.

El psicoanalista y académico de la Universidad Diego Portales, Felipe Matamala, explica que lo que esperamos de los demás en muchos casos tiene que ver con constructos sociales impuestos que determinan, regulan y norman el cómo nos debiésemos comportar. Pero también tiene que ver con nuestras propias experiencias tempranas con nuestros cuidadores primarios. “Esa relación con las figuras maternales y paternales inciden en lo que eventualmente esperamos del otro. Esas experiencias van a influir, tanto por lo que hicieron o no hicieron nuestros padres, en un cierto ideal de cómo debiesen ser los demás conmigo”, explica. “En muchos casos hay una deuda inconsciente; lo que no hicieron conmigo mis padres, o lo que no me dieron, me lo deben otros. Y así, pongo varas y establezco cómo debiesen ser los demás en base a esa sensación de carencia, sin necesariamente considerar a ese otro”.

Eso, como explica el especialista, se expresa en las relaciones de pareja pero también en los vínculos laborales y con uno mismo. “En estos casos establecemos relaciones bajo ideales que a veces nos pueden servir, porque nos permiten hacer ciertas cosas funcionales, pero también son una presión; para el resto y para uno mismo”.

Cuando esos ideales ciegan a una persona, no se le da el espacio al otro para que se despliegue en totalidad, más bien lo que se busca es una confirmación. “Pero si solo se busca una confirmación, o alguien que cumpla a la perfección lo que esperamos, no hay amplitud. Y por otro lado, en el caso de la otra persona que se esfuerza por cumplir esos ideales que no son propios, a la larga se termina borrando a sí mismo o ciertas partes de su identidad. Esa persona termina desgastándose por ser el ideal”.