En Chile hubo hasta hace unos años cerca de 50 mil personas en lista de espera para recibir una primera consulta para evaluar la necesidad de una cirugía maxilofacial. Dentro de éstas, existe un tipo particular, que es la “cirugía ortognática”, la conocida —y a veces no bien ponderada— “cirugía que te encaja la mandíbula”, que corrige una alteración en el desarrollo de los huesos. Pero no solo eso, esta es la cirugía que también puede modificar la cara de un paciente, y con ella la exposición corporal más clara de nuestra identidad, al menos tres veces durante un proceso de dos a tres años.
Antonia Guevara (28) llevaba preparándose para esta operación —que solo se puede hacer entre los 18 y 20 años, cuando los huesos han dejado de crecer— desde los 12. “Mi ortodoncista siempre había sido el villano de mi vida. Ir a la consulta era como ir a la cámara de tortura, nada de flúor ni pastas de sabor rico. Siempre significaba también, una mala noticia: o que tenía muchas caries –tengo muy mala calidad del esmalte dental– o los dientes manchados, o la mandíbula salida”, cuenta.
La segunda vez que le pusieron frenillos, a los 16, ya se habían dado cuenta de que sería una candidata para la cirugía ortognática porque su mandíbula inferior estaba por delante de la superior. “Yo me sentía un poco ‘papiche’, pero el doctor insistió en que esto no era una cirugía estética, sino funcional” continúa Antonia. ‘Esto va a cambiar tu futuro’, me dijo, ‘te va a evitar dolores, malformaciones, todo’. Solo pude pensar que dos largos años más con frenillos iban a bastar para convencerme completamente”.
María de los Ángeles Fernández, cirujana maxilofacial del Hospital San Juan de Dios y de la Universidad de Chile, explica que esta cirugía es cada vez más común, y que la alteración en los huesos se puede dar “por un componente genético en la estructura de la base del cráneo, pero también por una disfuncionalidad de la mordida que, si no se trata a tiempo, puede derivar en una malformación facial”.
El diagnóstico se puede dar en muchos casos distintos. Bernardita Ortiz (24) fue a consultar por primera vez a los 18 años producto de un bruxismo. “Cuando llegamos al doctor, me dijo que mi caso era bastante sutil. Me explicó que yo no tenía la mandíbula inferior hacia afuera, sino que mis dientes topaban justo en el medio, y que si seguía bruxando, a la larga me iba a deformar la cara”, cuenta. “Me dio miedo. Yo había escuchado que la gente que se hacía esta operación era más bien por estética, y yo en ese momento —o al menos eso pensaba—, me sentía cómoda y feliz con la cara que tenía. Cuando el doctor nos contó sobre los problemas que podían ocurrir, con mi familia decidimos que era mejor prevenir”, continúa.
“La cara es nuestro canal directo de comunicación y de relación con el mundo”, explica Paulina Debandi, psicoterapeuta en Clínica Meds que ha atendido por años a pacientes que pasan por esta intervención, especialista en trastornos ansiosos y en psicología de la mujer. “El rostro expresa todas las intenciones y los cambios que ocurren en nuestra historia producto de respuestas emocionales internas, donde está la identidad”. Por eso, comienza a crearse un nerviosismo ante la incertidumbre de un proceso tan largo como éste.
Antonia y Bernardita comenzaron la primera etapa del proceso que les iba a provocar ese cambio delicado y radical a la vez: los frenillos durante dos años. Antonia al principio pensó que iba a ser menos tiempo, pero una parte importante de este proceso es que el ajuste de la mandíbula debe estar en el lugar preciso para comenzar a operar, y eso puede tardar más de lo esperado. “Cada vez que iba al ortodoncista a ver si ya estaba lista para operarme, siempre pasaba algo que estiraba el proceso. ‘Tus dientes no se mueven con la rapidez que queremos’. ¿Cómo no iba a ser frustrante?”, recuerda.
Dos semanas antes
Piera Pallavicini, psicóloga clínica de Clínica Meds y especialista abordaje del dolor, explica que todo el proceso de la cirugía ortognática “va más allá de la mera transformación física. Es un ajuste emocional y psicológico intenso donde abordar con la psicología la incertidumbre de cómo será el resultado final en algo tan importante como el propio rostro, sobre todo si hablamos de un periodo tan desafiante como lo es la adolescencia”.
Lo que había que hacer con la mandíbula de Bernardita era al revés de los procesos más comunes. Como sus dientes topaban en el centro, había que sacar la mandíbula inferior lo más adelante posible para que después la operación tuviese sentido, se los movieran hacia atrás, y la mandíbula de arriba, hacia adelante. Se trataba de inducir sutilmente la necesidad de la cirugía.
“Cuando me di cuenta que ya tenía la mandíbula más para adelante, pensé por primera vez que volver atrás no era una posibilidad. No me iba a quedar así, porque esa no era mi cara, no era mi identidad”, cuenta.
La información en ambos procesos —de Bernardita y Antonia— iba cayendo por goteo. “Mi doctor me confesó que él no iba a saber cuál era su plan quirúrgico hasta una semana antes de la operación, que se tenía que juntar con el ortodoncista primero y llegar a un acuerdo. ‘Hice tres planes quirúrgicos distintos para llegar a una simetría facial en tu cara. No queremos hacer una carnicería, incluso evaluamos ponerte una prótesis en la pera porque adelantarla mucho podría hacerla desaparecer porque es muy pequeña, pero lo descartamos’, me dijo.
A Bernardita, la incertidumbre le llegó por sus compañeros. “La gente que había escuchado que un cercano o amigo se había operado de esto me decía ‘qué miedo esa operación’, ‘es muy larga y es muy difícil recuperarse’, ‘conozco a alguien que estuvo comiendo papilla durante meses’. Solo escuchaba cosas negativas, nadie que me dijera realmente lo que iba a pasarme”.
Un par de día antes, entró a la consulta del cirujano maxilofacial y uno de los doctores le preguntó cómo se sentía. Fue la primera vez que lloró de miedo por la operación. “Había tratado de resistir al pánico pero ya no daba más y él podía darme respuestas concretas que solo los doctores saben”, cuenta Bernardita hoy. “Me contuvo, y luego, literalmente se sinceró: iba a sentir como si un camión me hubiese pasado por encima”.
La operación
Cuando la llevaron al pabellón, Bernardita tiritaba en la camilla. Cuenta que la pusieron en una mesa de metal muy chica y muy fría, y con solo una bata para taparse. Al llegar el doctor, se calmó. “A él le agarré la mano antes de dormirme, como aferrándome a la única seguridad que él proyectaba en la sala, cerré los ojos y me desvanecí abajo de la luz blanca. Fueron ocho horas de operación”.
“Recuerdo haberme despertado y me sentía en una feria”, continúa. “Escuchaba campanas de viento, mucha gente hablando, escuchaba mi nombre en la voz del doctor pidiendo que despertara. Llegó mi mamá y me preguntó como me sentía. Me pasaron una pizarra para que pudiese expresarme, porque no podía mover ni un poco mi boca. Le dibujé un camión con una persona abajo atropellada, lo que había dicho el doctor era real”, cuenta.
Las especialistas concuerdan en que es fundamental hacer una revisión emocional previa a esta intervención. Paulina Debandi, refuerza esa idea: “Reconocer previamente los factores de riesgo y los factores protectores es ayuda a determinar cosas específicas que nos pueden ayudar a sentirnos más cómodas en un ámbito de mucha angustia: tener decidido quién te va a acompañar, qué vas a usar durante esos días —algún pijama cómodo que te guste mucho—, qué cosas llevar para cuando te despiertes —lecturas, series, actividades—, e incluso tener control sobre los olores a los que nos vamos a enfrentar —llevar el perfume o colonia que reconozcamos—.
Porque la despertada es brutal. María de los Ángeles Fernández asegura que “es muy violento sentirte irreconocible después de la operación”. Bernardita lo confirma: “La primera vez que me vi, hinchada como un globo y sin poder mover ni un poco mi cara, volví a repetirme: ‘No hay marcha atrás’”. A Antonia también le pasó cuando abrió los ojos y entró al baño acompañada por la enfermera. A pesar de que habían decidido hacer su operación lo menos invasiva posible, ”estaba totalmente irreconocible, muy hinchada, los labios destruidos, los ojos como dos rayas, y la nariz hacia arriba como la del Grinch. Sólo podía repetirme que tuviese paciencia, que esta no era la cara final”.
“Esta naturaleza definitiva de la intervención genera ansiedad, miedo y preocupación sobre el resultado final”, explica Piera Pallavicini. “El conocimiento de que no hay marcha atrás después de la cirugía también aumenta la presión emocional y psicológica, intensificando las expectativas y el estrés asociados con el proceso de recuperación”.
La promesa
“Me hubiese gustado haber sabido desde antes que iba a tener que aprender a comer y hablar de nuevo con ciertos ejercicios”, cuenta hoy Bernardita en retrospectiva. “Frente al espejo tenía que intentar mover el labio hacia arriba a la derecha y luego a la izquierda, como si tuviese un hilo amarrado. A pesar de que puse todo el esfuerzo, no pude. En un momento, me di cuenta que así debía ser cómo se sentía ser una persona con paraplejia. Tuve que ser muy racional para esquivar esos pensamientos”.
Antonia ni siquiera podía estornudar. “Un movimiento brusco, y podía correrse todo. Era como caminar pisando huevos, porque siempre algo podía explotar y arruinar la mandíbula. Además, tuve que aprender a hacer la deglución de nuevo, a tragar, a sonreír, a enojarme, a tener expresiones faciales. Me tenían que dar de comer papilla, agua, no podía caminar. No tenía reflejos, tenía un fierro que me atravesaba la boca de muela a muela entonces al comer me atoraba y me daban arcadas pero sin la posibilidad de vomitar. Fue bastante traumático”, agrega.
Tuvo que resignarse ante el proceso para poder ser valiente. “Solo me podía aferrar a la promesa de que teniendo 20 años, me pudiese imaginar viviendo en paz y sin dolor a los 50 o a los 60″. Pero, había un tema que comenzó a aflorar más tarde, y que también la ayudó a seguir hasta el final: la vanidad. La recompensa llegó primero a nivel sensorial, “cuando pude encajar mi mandíbula por primera vez y todo caía perfecto en su lugar, solo podía pensar en cómo me había perdido de esta sensación durante 20 años. Después de seis meses vino la deshinchazón, y ahí por fin, la cara final.
“El día en que me senté en su consulta sin frenillos había empezado a sonreír de nuevo, me sentía bonita a pesar de que había descubierto hace poco y por unas fotos que antes de la operación, no me sentía tan así. Hasta mi relación con el ortodoncista cambió, porque me había cumplido. Esta cara me representa mucho más, representa resiliencia, representa paciencia, e incluso, por primera vez me parecía a alguien de mi familia: a mi madre, que me acompañó sin derrumbarse durante todo este proceso”, cuenta hoy.
Esa promesa es la base compleja de esta operación porque no hay forma de ver exactamente cómo quedará la cara tras la operación, a pesar de que hoy hay modelos 3D que se pueden hacer previamente y se acercan un montón, según explica María de los Ángeles Fernández. “La clave real está en que las y los profesionales podamos entender lo que la persona quiere. Uno puede escoger cambiar lo menos posible al paciente si entiende lo complejo que es para una persona cambiar su rostro. No todo tiene por qué ser todo tan radical o blanco y negro, lo importante es que la persona siempre sepa a lo que va y juntos ajustemos las expectativas lo mejor posible”.
Para Bernardita fue así: recuperó su rostro original casi en su totalidad, y desde el principio, le habían asegurado que sería una operación sutil. “Sentí que me cumplieron. Si me preguntaran si me la haría de nuevo, diría que sí. Incluso, mucho después me di cuenta que incluso antes de la operación me sentía incómoda con algunos aspectos de mi cara aunque no lo notara en ese momento”.