“Siempre he sido la menor en todo. Soy la última nieta en una familia de más de 30 primos. En el colegio, entré una generación antes porque cumplía los cuatro años en marzo. Quedé en la universidad con 17 años cumplidos y después, cuando entré a trabajar, calzaba que siempre era la más joven en todos los equipos. He vivido una vida tratando de ser ‘más’ grande y de estar a la altura en los desafíos en mis grupos sociales, pero hoy, por primera vez, puedo decir que agradecí ser la más pequeña de mis amigas.

A mis 27, trabajo en una oficina donde construí amistades profundas con mujeres que me llevan 8, 10 y hasta 15 años de diferencia. A pesar de que solo nos conocemos hace un año, ellas se han convertido en quienes ven mi vida suceder la mayor parte del tiempo, y les ha tocado verme en mi peor momento también. Hace un mes, terminé una relación de cinco años que honestamente, pensé que me iba a durar para toda la vida.

El quiebre lo produje yo, pero ambos estábamos de acuerdo en que no teníamos el mismo proyecto de vida. Y aunque nos queríamos, la presión que le puse a mi sueño de hacer familia, la casa propia y la sostenibilidad financiera, nos llevó a los dos a estar brutalmente deprimidos. Perder algo por culpa de una proyección perfecta y que no existe en el presente, es definitivamente, un motivo para pensar que la vida es más injusta de lo que parece.

Así, los primeros días después de nuestra ruptura, tuve una crisis de pánico —literalmente en el peor lugar para tenerla: en mi puesto de trabajo, al lado de otros 20 escritorios—. Todas mis amigas estuvieron ahí para abrazarme y devolverme a la Tierra. Una de ellas, de 36, me llevó a su casa, me acostó en su cama y me abrazó hasta que me durmiera. Cada semana después de eso, me reunía con ellas en cafés, bares y hasta por Zoom a conversar sobre mi desolación por perder un amor, mi confusión por no saber si estaba haciendo lo correcto, y sobre lo incapaz que me sentía de cuidar de mi propio corazón.

Y lo que recibí de ellas en este periodo me sorprendió tanto, que solo puedo creer que la evolución social femenina y la sororidad que hemos construido las mujeres durante décadas, funciona. Considerando la diferencia de edad, quizás esperaba que los consejos y reflexiones se parecieran más a los reproches de una madre, pero sucedió todo lo contrario.

Ellas sabían que la relación no estaba bien, de los relatos que les di durante meses, lo intuían, pero no me hirieron diciéndomelo como un hecho, o un consejo no solicitado, o como una obligación. Esperaron, con paciencia, que volviera día a día a contar cinco veces la misma historia. Me monitoreaban por Whatsapp cada mañana para saber cómo despertaba, y a medida que iba pasando el tiempo, yo les escribía para contarles los pequeños aprendizajes que iba sacando: mis errores en la relación, mis inestabilidades emocionales, mi necesidad de que todo saliera como yo quería siempre. En cada paso, me escucharon con benevolencia, y me abrazaron.

Siento que al fin, es el fin de la maldita era del ‘te lo dije’. Sé que a través de las generaciones, las mujeres hemos aprendido a vivir nuestras emociones y no a sobrevivirlas. También a valorar y respetar la vulnerabilidad en vez de mostrarnos inquebrantables. Pero, ¿qué es eso que nos ha hecho cambiar a las amigas mayores, su forma de aconsejar?

La tarde en que desperté después de la crisis de pánico abrazada a mi amiga, la miré y le dije que no sabía cómo agradecer su cuidado. Entre lágrimas, ella me dijo que lo que había hecho hoy por mí, lo había hecho otra por ella hace casi 10 años atrás. Ahí lo supe: mis amigas mayores que yo, veían en mí el mismo dolor que ellas ya habían sobrevivido, acompañadas.

Las mujeres que nos preceden nos están enseñando que podemos detenernos a vivir el dolor y el error, a reflexionar en torno a él, incluso a tratarnos para entender de dónde nacen nuestras volteretas emocionales, y al final del día, poder crecer pero sin ser juzgada por la montaña rusa de episodios que significa el desamor: un día sí, un día no, un día tal vez. En ese lapsus de sentimientos volátiles, he sido bastante terca también, y he insistido en que mi historia de amor aún no acaba.

Y cuando tus amigas te han visto llorar y contar que ese amor no es correspondido, lo natural es que te recomienden salir de las esperanzas que al largo plazo. Por supuesto que el consejo de mis amigas mayores que yo también iba con esa recomendación. Yo escuchaba siempre, sí, pero por dentro, la ansiedad me decía que al final iba a hacer lo que quisiera, aunque no fuese bueno para mi presente o mi futuro.

Intenté recorrer el laberinto que el desamor había dejado de mi cabeza sin una mano que me tirara fuerte hacia la salida. Volvía a encerrarme en la pena de lo que había perdido, y justificaba mi insistencia de tener una esperanza de reencontrar ese amor en la necesidad de ser honesta conmigo misma. Me di mil vueltas intentando parecer que estaba mejor, que retomaba las riendas de mi vida, que podía salir, fiestear y disfrutar al mismo tiempo, o incluso, que podía considerar regresar a mi relación porque ya me había re-compuesto en tres semanas. Al final, todo siempre terminaba peor, y volvía a llorar.

Es una ceguera pegajosa y de la cual no tengo aún la respuesta de cómo salir, pero sé que no es escuchando reproches sobre todo lo que he hecho mal en mi cara. La compañía que recibí de mis amigas mayores que yo, fue justamente la que necesitaba. Una que no es paternalista, que no te reclama, que te cuida con firmeza pero primero y antes que nada te valida. Ellas, que ya han vivido el desamor muchas más veces que yo, no me exigieron ser más valiente, más súper mujer y más inteligente. No sentirme exigida a ser perfecta me permitió tener el tiempo para reflexionar, por ejemplo, en quién me convierto cuando no obtengo lo que quiero, o por qué insisto en cosas que no me hacen bien aunque no lo pueda ver inmediatamente.

Ellas fueron las luces que alumbraron en el suelo de ese laberinto que yo había elegido recorrer tozudamente, y con el tiempo que necesitara para darme cuenta de lo que de verdad quería, sin la presión de levantarme y corregir mis errores inmediatamente. Me permitió alejarme de ese dolor para ver que en realidad, la que se estaba poniendo las presiones por ser perfecta en medio de un duelo era yo, y que eso en realidad, era un desamor conmigo misma.