“En 2011 cumplí 15 años. Tenía muchas amigas y amigos, me sentía una adolescente libre, relajada, pero a la vez, era bien niña para mis cosas. Le tenía miedo a las fiestas, al trago, a los besos, y no me aventuraba en mayores rebeldías.
En esa época estaba de moda el juego “Candy Crush” y en los recreos, nos pasábamos el celular entre los amigos para jugar porque teníamos distintos niveles en el juego, o porque no teníamos nuestro celular cerca, o por cualquier otra razón. Yo le pasé el mío a un amigo, jugó, y antes de pasármelo, se metió a ver mis fotos. Recién había llegado Whatsapp a nuestras vidas.
Una mañana de sábado, estaba acostada en mi pieza, tranquila. Entraban los rayos de sol por la ventana, no había nada que hacer, nada de qué preocuparse. Hasta que sonó el celular. Era un amigo del colegio. ‘Hay una foto tuya dando vuelta’, me dijo, en un tono de cuidado, cumpliendo su misión de contarme algo terrible. Se me empezó a acelerar el corazón.
‘¿Qué foto?’, pregunté, y comenzó a describirla: ‘Sales contra el espejo, en topless, o sea, sin ropa, tapándote el pecho, y se te ve un poco un pezón’. La recordé inmediatamente. Había sido el verano anterior, veníamos llegando de las vacaciones y nos habíamos juntado en la casa de una amiga para bañarnos en la piscina. Quisimos hacer una competencia para ver quién se había quemado más durante las vacaciones. No consideramos hacer de eso una foto sexual en ningún momento. Éramos dos amigas contra un espejo, jugando.
No lo pensé dos veces y llamé a mi mamá. Había algo en mí que sabía que ella no me iba a juzgar, que me iba a reconocer como yo era y no me iba a tildar de promiscua o culpable. Y así fue. Pasamos inmediatamente a los hechos para buscar una solución, su cabeza fría y práctica no perdió tiempo en darle vueltas a la angustia del momento. Me preguntó los nombres de quiénes lo habían hecho —que yo ya conocía gracias a la llamada de mi amigo—, y llamó inmediatamente a uno de los papás.
La angustia la sentía en el pecho como un apretón que no te permite respirar. Estaba desesperada, porque podía ver mi mundo caerse ante una situación de la que no iba a tener nunca más control. ¿Cuánta gente tendría la foto ahora? ¿Qué estarían pensando de mí que no era cierto? ¿Iba a cambiar todo y todos en su forma de tratarme de ahora en adelante?
Al día siguiente llegó a mi casa el que había difundido la foto en primera instancia con su papá y con flores y chocolates. Su papá le dijo frente a nosotros que me pidiera perdón, y él, obediente, se deshizo en disculpas. Se notaba que seguíamos teniendo 15 años. ‘De verdad lo siento’, dijo; ‘no importa, ya pasó’, dije yo, y nos despedimos con un abrazo. Pensé que probablemente la foto le había llegado solo a mi amigo y a su círculo nada más. Además, me había ido a ver, me había pedido disculpas, había traído chocolates… Mejor era perdonar y avanzar. No estaba en mi mente, ni estaba preparada para lo que vendría después.
Perder el control de una foto —y de la vida— en esa época
Cada día de ese mes amanecí con un mensaje distinto en mi celular. Personas de todas las edades, de todos los colegios nacionales que una pueda imaginar, colegios en Argentina, e incluso mi familia más lejana, había recibido la foto en su Whatsapp. ‘No puedo creer lo que me acaba de llegar de ti’, decía uno, ‘¿Cómo no te da vergüenza?’, otro, ‘Eres una puta’… y así. Sentía como mi corazón se rompía literalmente.
‘Esto es mi culpa mamá, debí haber borrado esa foto’, le dije llorando, y ella, me tranquilizaba como podía. Que raro es mirar hacia atrás y pensar que en esa época no existía un movimiento feminista que te protegiera o te contuviera en estas cosas. Éramos mujeres solas en un mundo conservador, católico y lo que teníamos como adolescentes era mirarnos en la otra para ver cuánto más buenas y perfectas podíamos llegar a ser. ¿Cómo?, me pregunto hoy, ¿Cómo crecimos así?
Me deprimí brutalmente y dejé de salir de mi pieza por mucho tiempo. Como era verano, nos fuimos de vacaciones con mi familia y en un intento de hacer algo con migo misma, aceptaba bajar un rato a la playa a ver a mis amigas que intentaban consolarme y acompañarme. Recuerdo haber caminado para poner mi toalla junto a la de ellas y haber visto —no imaginado, visto— cómo familias enteras, niñas, niños, personas de mi edad, personas que nada tenían que ver conmigo, todos, giraban la cabeza para mirarme.
Y la gente me ponía nombres de todo tipo, se mandaban mensajes inventando rumores sobre mí y yo los leía. O salíamos a bailar y los hombres no me dejaban tranquila, me hacían gestos de fotografía con las manos en mi cara, luego empezaban peleas y empujones para defenderme y defenderse, y yo ahí, al medio, sin poder respirar.
La pregunta de cómo seguía viva
Durante mucho tiempo no hubo mejora. Entre medio, se había estrenado la serie ‘Por Trece Razones’ —13 Reasons Why—, que contaba la historia de una adolescente que se había quitado la vida y todas las razones por las que podría haberlo hecho mirado desde la perspectiva de sus compañeros de colegio y agresores. El primer capítulo se trataba, justamente, de que ella se había caído de un tobogán y la habían fotografiado con el calzón a la vista y difundido su foto para probar que esa era una de las razones por las que se había matado.
‘¿Viste que en la serie a la protagonista le pasó exactamente lo mismo que a ti? ¿Cómo no te quieres suicidar? Si a mi me pasara yo me suicido, mi mamá me ha preguntado cómo no te has matado todavía’. Ese era el nivel de los comentarios que las personas me decían, en mi cara y mirándome a los ojos. Yo no quería quitarme la vida, no había pensado nunca sobre eso. Pero tampoco quería vivir así.
Mis papás decidieron demandar por delito cibernético de difusión de imágenes de menores de edad. Vivir un juicio legal a esa edad fue muy fuerte. Ya no era un tema de niñas y niños peleando, había pasado a la justicia y yo tenía que ir a declarar porque habían vulnerado mis derechos. Me sentía abusada, con vergüenza, no quería que me vieran más como una víctima, formé una coraza súper grande que me impedía hablar de este tema.
El colegio, para mi sorpresa, me apoyó un montón y se convirtió en un espacio de acompañamiento seguro. En esa época, yo esperaba que pensaran que había sido ‘irresponsable’, pero en realidad hicieron todo lo posible para demostrarme que como víctima de este acoso tenía que ser protegida. A las dos personas que difundieron las fotos, les pidieron que se fueran del colegio, y así pasó. Fue adelantado a los tiempos.
Cómo sané de algo así
Pasó un año, yo intentaba en mi mente que pasara agua bajo el río, pero pasó algo peor y que marcó un antes y un después en toda esta vorágine. Un día amanecí con un dolor en el cuello. Era igual a un pinchazo, como si un cactus me estuviese enterrando sus espinas por dentro. Fui a hacerme una ecografía y una semana después me llamaron para decirme que tenía un tumor. Me estudiaron y determinaron que había aparecido por la depresión y el estrés elevado que viví en esa época.
Recuerdo el cansancio que sentí de tanto aguantar el sufrimiento. Me cerraron el semestre escolar, me operaron y mi curso me mandó una carta de ánimo con la recuperación firmada por todos. Fue solo así como pude descansar de todo lo que estaba pasando. La coraza que fui creando durante esos años se quedó, pero lo único que fue curándome fue el tiempo.
Mientras me recuperaba empecé a obsesionarme con documentales, con las fotografías, la historia, y las películas en blanco y negro que mostraban desnudos de una forma elegante y profunda. Dicen que la creación pasa también por nuestra niña interior que no pudo hablar en su momento. Yo veía a Helmut Newton, Serge Gainsbourg, Jane Birkin y todos esos artistas que representaban el cuerpo humano como arte. Ellos en su época, también fueron disruptivos y nostálgicos.
Así fui creciendo y empecé a mirar las cosas por lo que son y no por lo que me decían que eran. Quizás lo que esperaban ver de mi en esa época era el morbo de mi sufrimiento, pero creo que crecer para ser genuinamente feliz con lo que hago, fuerte y fiel a mi misma, es el peor castigo que pudo haber recibido la gente que me hizo la vida difícil.
Para llegar hasta aquí también fue mi red la que me salvó. Ese cuidado me permitió crear mi identidad fuera de lo que los demás creían de mí. Mis vínculos más cercanos como mi mamá, mi papá, los adultos en el colegio donde estudiaba, no creían que yo fuese culpable y me ayudaron a entender lo que de verdad había pasado: lo grave no era que la gente hubiese visto mi cuerpo, de verdad vemos cuerpos todo el tiempo. Lo grave era la vulneración de derechos que tuve como una adolescente. Si lo miramos desde esa perspectiva, hace 12 años -y hoy- sigue siendo la misma lógica para una víctima de acoso.
Cuando termine la universidad me fui a vivir a Estados Unidos para abrir las alas y explorar este mundo de las artes en una sociedad que sentí que me iba a permitir usar mi inspiración de forma mucho más tranquila y libre. Chile siempre será mi país, pero no hubiese podido despegar mi carrera así.
De hecho, hace unas semanas mi hermana estaba haciendo un video en vivo para conversar sobre lo que está pasando en Israel y Palestina. Yo puse un comentario en la transmisión, e inmediatamente saltó un hombre escribiendo: ‘Qué tanto hablas tú si de lo único que te preocupabas en el colegio era de mandar fotos en pelota’. Pero a la vez, salieron muchas mujeres en defensa: ‘Que tire la primera piedra la que no se ha sacado una foto en topless en el celular’, seguido de más mensajes diciendo ‘yo, yo también tengo unas, yo también’. ¿Cómo no va a ser eso un avance?”
V.H (27) es periodista y directora creativa en moda y arte.