“Cuando era chica, teníamos entre 24 y 36 oportunidades. Esa era la cantidad de fotos que se podían sacar con un rollo.
En algún momento heredé una cámara que, me imagino, me deben haber pasado por estar casi obsoleta. Y tengo nítidos recuerdos de su uso. Era una de esas rectangulares, más bien planas, que se usaban de forma horizontal y que había que deslizar un tipo de riel para correr el rollo, el que tenía una forma alargada, como si fuese una especie de anteojo. Después me prestaron otra un poco más moderna para mi viaje de estudios. Con esa saqué decenas de fotos que me parecen mucho más naturales que cualquiera de las que podría sacar hoy. Son recuerdos que miro y puedo percibir perfectamente la sensación que viví, algo que ya no me pasa y que supongo tiene que ver con lo habitual que es apretar el botón del celular en cualquier circunstancia.
En algunas partes todavía existe la tradición del fotógrafo que se instala en la puerta del colegio para eventos especiales como, por ejemplo, una graduación. En mi época solía ser un caballero de terno y corbata que estaba en la entrada con una cámara con flash y que, cuando uno salía, ya tenía las fotos reveladas y a la venta en un panel a la vista de todos. Caras de nervios y de alegría en determinados hitos que podían ser desde una primera comunión con las manos juntas emulando un rezo, pasando por el último día de clases junto al papá y la mamá; o de gala en la fiesta en la que celebrábamos la salida de IV medio.
Recuerdo también la emoción de llevar los rollos a revelar, volver a buscarlos y abrir esos sobres de inmediato; la mayoría era un bodrio estético, pero eso no era tema. La esencia de la experiencia retratada era casi palpable.
Es que las fotos actuales, las fotos de celular, no tienen nada que ver con el concepto que yo conocí. Y lo que más me sorprende es la paradoja de que, aunque antes no se podían borrar de la cámara, no se les daba la importancia que se les da ahora. Eso es algo muy raro, ya que las imágenes que se plasmaban en esos rollos eran los únicos vestigios concretos de momentos que solían ser especiales, porque no teníamos un aparato para capturar todas las fotos y videos que quisiéramos y, además, no era gratis.
Cuando digo que no se le daba la importancia que se le da ahora no me refiero a que no fueran valiosas, y ahí está precisamente la contradicción; hoy se repiten, se miran, se posan, se vetan, se editan, se todo. Y bien sabemos quiénes son las culpables.
No tengo nada que decir, caigo constantemente en la lesera. Las redes sociales se apropiaron de la espontaneidad y la selfie se ha transformado en un espejo traicionero. Para qué decir lo que pasa con los filtros.
Hace unas semanas salí a comer con una amiga y hablamos de las fotos. En unos días más me voy de viaje y ella me ofreció una cámara análoga que ya no usa. Lo acepté, y me entusiasma mucho la idea. Me gusta pensar que todo lo que capture será una sorpresa cuando regrese. Probablemente -ahora que la manía de registrar cada instante también está incrustada en mi vida- sienta algún tipo de frustración con el resultado, pero esa incertidumbre me estimula más aún, porque le dará un valor agregado a las que me gusten. Eso lo sabré a mi vuelta, pero da igual.
No digo que no vaya a usar el celular, pero lo que quiero es volver a retratar lo que realmente quiero recordar y para el resto intentar mantener los ojos lo más abiertos posibles para absorber como en la infancia, cuando todo sorprendía y estaba atenta para no perderme nada. Porque hoy, irónicamente, al intentar registrar todo a través de una pantalla, nos perdemos la experiencia.
No sé cómo me vaya a resultar, pero voy a tratar. Estoy segura de que el experimento valdrá la pena”.