Los 90: Diarios de vida
Cuando se es adolescente todo duele más. Las hormonas hacen que uno se ponga irritable, temperamental, medio torpe y particularmente sensible; todo se siente más. La mejor amiga es prioridad vital y para qué hablar de quien a uno le gusta.
Hay una cuenta de Instagram que se llama @queri2_diario que lo refleja claramente: ahí se muestran extractos de diarios de vida que causan un flashback inmediato. Imposible no sentirse identificada y no reírse al leerlo.
El amor, ya fuera hacia un compañero de colegio, un cantante, el amigo del hermano, un actor, el primo de una amiga o quien fuese la persona elegida, era algo que no solía ser muy constante en el tiempo, pero, en el momento, ese sentimiento y su reverso podía ser mucho más intenso que en cualquier otra edad. En los primeros años de la juventud el dolor y el amor pueden ser dramas épicos y nada mejor que plasmarlos en un diario.
En los 90 la Pascualina era LA agenda. En ella se contaba la historia de una joven bruja, acompañada de inocentes ilustraciones. Como muchas amigas, yo usaba mi Pascualina como diario de vida, pero también recuerdo haber tenido un diario clásico, de esos que traían un candado tan frágil que era casi un adorno.
Me da pena no haberlos guardado, tuve varios. No me acuerdo de mucho, pero sí tengo algunas cosas grabadas, como haber escrito en letras gigantes en una hoja “MPG”, las iniciales de Mark Paul Gosselaar, uno de los tantos actores jóvenes de nombre compuesto de los 90. Él personificaba a Zack Morris en Salvado por la Campana, serie que no me perdía en esos años.
El diario de vida era el mayor confidente que existía y por eso el terror a que alguien lo leyera, es que era el espacio más íntimo que se podía tener. Siempre muy customizado, con mucho destacador fosforescente y lápices de distintos colores, ideal si se tenía ese grande que incluía varios colores en uno. Solía incluir tesoros que podían ir desde la servilleta que tocó el que te gustaba hasta la entrada a una película en la que actuaba tu amor platónico, pasando por calcomanías sin sobriedad alguna o cualquier memorabilia que pudiera ser remotamente interesante en ese momento.
Descargos tras peleas con los papás, desahogos por sentirse incomprendida, euforia por haberse encontrado con el objeto del afecto de ese instante; una vida completa cabía en esas hojas testigos de la complejidad de crecer, conocer y tratar de conocerse.
Desde hace más de un año que tengo una especie de diario de vida. Comenzó de una forma rara cuando fui anotando algunas cosas en mi computador. Escribirlo en papel se transformó en un hábito luego de leer un libro que requería de ejercicios literarios y hoy es algo que hago todos los días inducida por una mezcla de placer y necesidad.
Ya no es como cuando era adolescente. El enfoque y los estímulos son diferentes, las dificultades y las alegrías provienen de otras fuentes, pero sí creo que el impulso puede tener alguna similitud.
Escribir en papel es una experiencia distinta. En el computador, espontáneamente leo el texto después de redactarlo y, al revés, jamás he leído una hoja previa en mis cuadernos. Empezó como una regla y hoy es algo que tengo incorporado y que me gusta.
Hay algo en el lápiz y el papel que genera una sensación más íntima y quizás por lo mismo, mayor pudor, porque el encuentro con uno mismo que se logra al escribir con esos dos objetos casi en desuso, no se parece a nada. Lo intuía a los 13 años y lo confirmo hoy, a los 40.
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