Los 90: El factor Hawke
Siempre escribo ideas para esta columna en las notas de mi celular. Algunas funcionan, otras no, y están las que después se transforman en algo diferente. Eso fue lo que me pasó cuando pensé en referirme a películas icónicas de los 90. Es subjetivo, lo sé, pero para mi generación hubo cintas que marcaron de una manera especialmente poderosa, como supongo debe pasar con todas. El tema es que cuando pienso en esas películas, surge de inmediato un breve listado tan trascendental para mí, que siento que es definitorio; pero lo que me sorprendió en este caso es que recién al empezar a escribir me di cuenta de algo evidente: en todas, el protagonista es Ethan Hawke. Son sólo tres, ¿cómo es posible que nunca haya caído en eso?
A pesar de que yo pertenezco a una de las primeras generaciones de millennials y Hawke es el rey de la Gen X (nacida entre 1969 y 1980), él fue el epítome del hombre deseable para mí y para muchas contemporáneas en mi adolescencia. Él es el denominador común en mi tríada de esenciales juveniles. En orden cronológico:
- Reality Bites (1994)
- Antes del Amanecer (1995)
- Grandes Esperanzas (1998)
Yo tenía 12 años cuando se estrenó Reality Bites y es improbable que la haya visto en ese momento. Era muy chica, no me habría impactado como lo hizo. Supongo que la vi dos o un año después, pero sí recuerdo que el look de Winona Ryder -la protagonista- me impresionó incluso antes, al ver el póster y fotos de la película. Me fasciné y soñé intensamente con ser así de linda y cool.
La banda sonora me gustó de inmediato y me compré el disco en el que salían canciones fantásticas como My Sharona, otras bastante cuestionables como la versión de Big Mountain de Baby I Love Your Way, y también la existencialista I’m Nuthin’ en la voz de Troy, el personaje de Ethan Hawke. Irresistible para una adolescente, insoportable ante mis ojos de mujer de 40 años, pero igual de precioso a pesar de ese pelo grasoso y el gesto desganado. Era como uno de esos que se quieren salvar, esos atormentados, tan desagradables como atractivos. Ese era Hawke en Reality Bites, perfecto. Y también lo era en Antes del Amanecer, pero de otra manera. Ahí interpretaba a Jesse, el sensible veinteañero estadounidense que conoce a Celine (Julie Delpy), una inquieta joven francesa con aires intelectualoides. El argumento era el más romántico del mundo: dos desconocidos coinciden en un tren y deciden bajarse en Viena para pasar una noche recorriendo la ciudad y conversar sobre la vida, el amor y sus sueños. Hawke seguía igual o más lindo, y ahora en un contexto magnífico: la Europa que yo mataba por conocer. Ahí estaba él, derretido, con ojos fantasiosos y luchando con tocar al objeto de su afecto. Ideal.
Ahora que lo pienso, Jesse puede tener algunas cosas en común con Finn, el personaje del actor en Grandes Esperanzas, la película de Alfonso Cuarón basada en la obra de Charles Dickens. Esta cinta dista de haberme marcado como las anteriores, pero creo que tiene que ver con que ya estaba un poco más grande.
En Grandes Esperanzas Finn está enamorado de Stella, una encandilante Gwyneth Paltrow en su mejor momento. Imposible olvidarme de la tenida verde que ella usaba cuando lo sorprende tomando agua en un parque (probablemente de las escenas más sexys que había visto). Finn me conmovía en su eterno y casi inocente amor desesperado, sufriendo por una mujer tan cruel como dolida que -por supuesto- me parecía fabulosa.
Ethan Hawke es el hermoso denominador común en algunas de las películas que fueron hito en mi adolescencia. Lo curioso es que, a pesar de todo, nunca lo vi como un actor espectacular, claramente eso en mi cabeza nunca fue tema.
Hace algunas semanas me encontré en Instagram con un video en el que él habla de la importancia del arte. Me sorprendió su lucidez y lo vi de una manera diferente. A partir de ello volví a ver por vez infinita Antes del Amanecer y esa forma de apreciarlo desapareció. No puedo creer que, a pesar de que han pasado casi tres décadas, el efecto que Jesse provoca en mí sea casi el mismo, aunque ahora con un dejo más tierno causado por el paso del tiempo, porque se suma una nostalgia emotiva que lo hace aún más poderoso.
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