Los 90: El teléfono fijo
En los 90 el celular no existía. Sólo supe de un tío que tenía uno que venía con una especie de maletín. Eso fue en 1994, un lujo excéntrico ante mis ojos preadolescentes que sólo habían visto algo similar en el zapato/teléfono del Súper Agente 86. Ciencia ficción digna de Los Supersónicos.
No nos hacía falta, no era necesario. Para qué, si en el que uno tenía en la casa se podía hacer de todo; por ejemplo, con sólo marcar el 141 podía saber la temperatura y la hora exacta y si se necesitaba saber algún número, llamar al 103 o consultar en la guía de teléfonos, ese ladrillo que contenía todos los datos que hoy por miedo jamás ventilaríamos públicamente.
No, no teníamos celular, pero sí existían el teléfono hamburguesa y ese transparente al que se le veían los cables adentro. No fui bendecida con ninguno de esos dos, pero sí recuerdo lo modernísimo que me pareció el teléfono inalámbrico cuando mis papás compraron uno para la casa.
Si yo hubiera crecido en esta época y no en los 90, no habría podido hacer una pitanza ni tampoco habría podido llamar al que me gustaba y cortar cuando contestara sin que él supiera quién estaba al otro lado.
No había celular, pero sí teléfonos públicos, y si no tenía plata y necesitaba avisar algo urgente, podía llamar con cobro revertido. Pero pasaba poco, porque la vida se vivía sin esa urgencia absurda por conexión, se estaba en el momento y con quien se tenía al frente. Ese era el contacto que importaba.
Pasaron los años y el celular se empezó a instalar. Yo no quería tener uno porque sabía que eso significaría que estaría más controlada por mis papás, así fue que, ya bastante entrada la universidad, tuve el primero, que me regalaron para una Navidad. Todo tan distinto a ahora, cuando veo la disyuntiva a la que se enfrentan amigas y amigos míos cuando sus hijos -siendo todavía niños- les piden uno.
Por precaución, yo no saco el celular en la micro. Ya me lo robaron una vez y he visto cómo se lo han robado a otras personas. Voy con audífonos escuchando música y mirando para afuera, es de los pocos momentos en los que siento que estoy realmente presente, sin la ya natural alienación que me generan WhatsApp e Instagram. Es loco cuando ahí miro a mi alrededor y veo sólo jorobas, cabezas gachas abducidas por la pantalla, tal como yo debo verme durante gran parte del día. De hecho, mientras escribo esto, en momentos paro, tomo el celular y scrolleo, viendo fotos sin demasiado interés. ¿Qué estoy buscando?
La idea de las necesidades creadas es algo en lo que pienso regularmente, ¿cómo puede ser que algo que no conocí por casi la mitad de mi vida ahora sea tan esencial y absorbente? Lo que nos tenía que dar más libertad nos esclavizó.
Por supuesto que también tiene su lado lindo. El fin de semana pasado se juntó toda mi generación del colegio; yo vivo fuera de Chile así que no pude ir, pero a pesar de eso, lo vi todo. Gracias a un grupo de WhatsApp fui testigo de la previa y del encuentro a través de conversaciones, fotos y videos. Egresamos el 2000, ¿se nos habría ocurrido en todos los años que vivimos juntos que esto sería posible? Fue bonito verlo de lejos, pero la virtualidad no alcanza a suplir, la conexión no fue la real.
Una vez a la semana me aparece en el teléfono el promedio de tiempo diario que pasé viendo el celular y me llega a dar vergüenza. Ojalá lo que pudiésemos ver fuese el detalle de lo que nos perdimos.
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