La adolescencia es un cuestionamiento constante. Uno se puede sentir distinto al resto, pero al mismo tiempo quiere pertenecer. Se está buscando la identidad propia y la validación social pasa a ser un factor fundamental, prioritario. Cuando se es adolescente, ser partícipe de algo, sentirse representada y representar entrega confianza, da seguridad, y en ese contexto, la ropa siempre ha sido un factor.
Hoy están de vuelta los primeros años del milenio. Veo a celebridades que se visten de la forma en que las famosas lo hacían cuando yo tenía 18 o 19 y tengo que admitir que en muchas ocasiones me duelen los ojos, pero supongo que tiene que ver con la edad. Entiendo también que es algo cíclico y, de hecho, hace poco también sucedió con la moda de los 90.
Me pasa una cosa rara con la moda de esa década. Por una parte, hay todo un flanco que aún percibo como elegante y atractivo: el minimalismo post grunge, Kate Moss como rostro de Calvin Klein o Gwyneth Paltrow con ese conjunto verde en Grandes Esperanzas y pololeando con Brad Pitt, cuando representaban la perfección hollywoodense. O Winona Ryder en Reality Bites, nunca había visto a alguien tan linda y cool en mi vida. Pero esto es la contracara de un mundo que distaba de la sofisticación, y en el que estuve profundamente inmersa.
La lista es eterna, pero voy a empezar por mis primeros recuerdos al respecto, cuando tenía yo 12 años, en 1994.
Ir al colegio ya era un tema. El mío estaba literalmente en la punta del cerro, así que me obligaban a ponerme una parka enorme. Cómo la odiaba. Me acuerdo como si fuera ayer, era demasiado grande (para que durara lo máximo posible, por supuesto), azul marina y tenía un elástico en la cintura. Claramente no era lo que se usaba, pero sí tuve la mochila de blue jeans Wrangler, esa que había que ponerse con los tirantes bien sueltos, así llegaba hasta debajo de la cintura. No tenía que estar en perfecto estado y el ideal era que tuviera saludos de amigos escritos con Liquid Paper.
Ya había pasado el boom de Il Gioco, las polleras largas imitación patchwork y los sombreros con la parte delantera doblada y un girasol. Diría que el resabio en ese momento eran los zapatos de arpillera, los que no me quisieron comprar con taco, por lo que me tuve que conformar con un sucedáneo de suela plana y para nada taquilla. Mi mamá, que era muy joven, se peinaba la chasquilla con una escobilla redonda y me atrevo a decir que en algún momento ese flequillo tuvo dos niveles.
Estaba instalada la moda grunge, las camisas escocesas, los cueritos en el cuello y los pantalones de cotelé, que también se combinaban con camisetas que uno teñía en la casa. Entre mis accesorios favoritos estaban los aros con el símbolo de la paz y los colgantes con el yin yang comprados en la feria artesanal, donde también encontré esos pañuelos largos y finitos que se usaban en el cuello y el banano que, la verdad, era bastante práctico.
También había grandes referentes de otros estilos, como Alicia Silverstone siendo Cher, la protagonista de Clueless, con su inolvidable clóset preppy y minis escocesas con tajo corto al costado. O los vestidos con tiritas y poleras debajo que usaba Jennifer Aniston en Friends, en plena época del “Rachel”, el emblemático peinado con nombre que -gracias a Dios- tuve el tino de no intentar usar, aunque sí recuerdo admirarlo profundamente.
Un par de años después, el pantalón a la cadera pasó a ser la única opción. Fui parte del ejército que usaba los de la marca Elástica, que no sé si seguirá existiendo. Tengo dos recuerdos de esos jeans sin bolsillos: 1- Tuve la versión tradicional y otra con unos dragones en la parte inferior, que me fascinaban. 2- El botón me daba una alergia terrible. Pero daba igual, los amaba.
Calculo que ahí ya debe haber sido 1997, más o menos. Primero Medio. Calzas de algodón largas, medio patas de elefante y muy poco sentadoras, y zapatos con plataforma en un mood bastante ortopédico.
A fines de ese año me fui a vivir con mi familia a Buenos Aires y regresé a Chile el 99, importando un par de modas. Me había cortado el pelo muy corto (mis amigas y yo lo hacíamos con una Gillette, algo que siempre he pensado tuvo consecuencias irreparables), usaba esos pinches metálicos y productos para que se viera más despeinado. En algún momento también me lo teñí negro y me sentía fantástica. Volví con mi mochila cruzada adelante, mis anteojos negros gigantes con los que parecía una mosca y pantalones con bolsillos al costado y -cuando me sentía más glamorosa- usaba pollera a la rodilla y esos collares que en la parte inferior caía una cadenita, ojalá oliendo a Halloween o One. Espléndida.
Hubo muchas cosas que me habría encantado tener y nunca tuve, tal como los zapatos de arpillera con taco: el sensacional anillo de reloj o un chaleco con bordes de “piel”. Tampoco tuve calcetines hasta arriba de la rodilla ni me resultó bien hacerme el jopo como lo usaban las alumnas más grandes de mi colegio. Pero lo lindo de todo esto es que, a pesar de la implacable intención de pertenecer, en este camino uno iba armando su estilo, reflejo del carácter que se estaba forjando en años fundamentales para la historia personal. Se iban perfilando formas, haciendo declaraciones al mundo a través de elecciones estéticas, armando de a poco una sinopsis de lo que se sería después en términos mucho más profundos que lo que se pudiera vestir.
Este verano me compré una de esas carteras baguette, las que se hicieron famosas a fines de los 90 y que hoy se ven en varias partes. Lo dudé. Sé que estamos hablando de un accesorio sin mayor importancia, pero algo generó en mi cabeza. No sé por qué me dio un poco de vergüenza, pero me gustó, así que decidí llevármela y muy sorprendentemente para mí, no me la saqué más.