Los 90: La tele

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Cuando estaba en el colegio, ver tele en la semana era un tema. Me ponían horario y un límite, no sólo porque primero tenía que hacer las tareas o estudiar, sino porque la idea era que no estuviera pegada frente a la pantalla. Por eso, de lunes a viernes podía prender el televisor por un tiempo acotado. Y para mí no era fácil, pensando en todos los programas que me gustaban.

Los que primero se me vienen a la cabeza son Salvados por la Campana, Tres por Tres, Guardianes de la Bahía y El Príncipe del Rap. Pero había muchos más, esos son sólo algunos de los que me acuerdo que estaban en televisión abierta y sin nombrar los monos animados que me gustaron un poco más chica, como Ángel la Niña de las Flores, la sufrida Candy o la glamourosa She-Ra.

Los viernes en la noche el panorama era Video Loco, imperdible. Era de esos programas que podíamos ver con mis hermanos y también con mis papás, un poco como pasaba años antes con Sábados Gigantes. No sé si hoy existen de esos que unen distintas generaciones. Era tan inocente, pero me acuerdo perfectamente de las carcajadas transversales. Después de Video Loco empezaban Los Simpsons y la hora de irme a acostar.

Había series que, como estaban dirigidas a un público más grande, yo no entendía bien pero que me fascinaban, como Beverly Hills 90210. Demasiado glamour. La vida de los mellizos Brandon y Brenda Walsh y sus amigos me parecía alucinante. Jóvenes llegando en autos descapotables al colegio y tenidas espléndidas, con papás que no deben haber tenido ni 40 años y a mí me parecían derechamente viejos.

Yo leía un montón, pero siempre había algo que ver. “Se te van a poner los ojos cuadrados” decía mi mamá, que cuando llegaba de trabajar tocaba el televisor para sentir si estaba caliente y así saber si habíamos estado viendo; algo que probablemente había pasado. Faltaban muchos años para que llegaran los plasmas y pantallas planas.

El TV cable llegó a mi casa cuando yo era un poco más grande. Veía mucho MTV y me gustaban las películas antiguas que daban en las mañanas en TNT, esos musicales como de Fred Astaire y Ginger Rogers. Si me enfermaba y faltaba al colegio, eso era lo que veía, además del programa de Julio Videla. Era otro mundo: aún tenía un pie en mi infancia, pero de a poco iba quedando atrás el encontrarme en las tardes con La Moda al Día o el servicio de utilidad pública.

Hoy no tengo ni tele, para qué, si en el computador tengo Netflix, Star + y Amazon Prime Video. A pesar de eso, hay veces en las que siento que no hay nada que ver. Cientos (si no miles) de alternativas y hay ocasiones en las que nada me convence. Es como la caricatura de quien abre su clóset lleno de ropa y dice “no tengo nada que ponerme”. No quiero sonar deprimente, pero me parece la triste metáfora de una época en la que la hiperconexión, el exceso de información, la posibilidad de tenerlo todo a través del endeudamiento y una oferta absurda en todo aspecto nos quita libertad. Es lo mismo que ocurre con un catálogo casi infinito de series y películas: nada es suficiente.

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