En 1990 yo tenía ocho años y vivía literalmente en la punta del cerro. Cuando llegué con mi familia a esa casa no había teléfono y nuestro vecino era un caballo, no parecía Santiago. Donde hoy hay un mall pastaban vacas, pero cerca había un pequeño centro comercial donde había un videoclub de barrio. Pronto llegó un Errol’s al sector.
No sé si un centennial entendería lo que era ir a arrendar una película. Pasear entre pasillos, tomar las cajas, darlas vuelta para ver las fotos y leer las descripciones era una maravilla. No teníamos los trailers ni las puntuaciones de Netflix, así que la elección era un riesgo, porque además se pagaba por cada una, no como hoy.
En estos lugares había secciones para cada género y la zona en la que estaban las películas de terror me ponía nerviosísima; me intrigaba, pero también me daba miedo y pasaba casi corriendo frente a las portadas de It y Pesadilla. Era demasiado para mí. Esas dos carátulas las tengo muy marcadas, pero también la de la película de las Hugga Bunch. Qué loco cómo el cerebro elige tan antojadizamente, no sé ni de qué se trataba y hasta he soñado con eso de grande. Sólo recuerdo que ahí aparecía una muñeca que yo tenía.
Todo lo relacionado con un videoclub implicaba un panorama porque era sinónimo de fin de semana o de fiesta. Si te invitaban a un cumpleaños a alojar, ver una película era imperativo, y en mi colegio había veces en las que si faltaba un profesor y no había reemplazo, nos ponían un video. Con mis amigas amábamos Una Bruja Quinceañera y nos poníamos histéricas en las partes románticas protagonizadas por Brad, el estupendísimo capitán del equipo de fútbol. Escribiendo esto busqué la sinopsis en YouTube y me reí sola con los flashbacks que tuve.
Mis abuelos tenían un Beta Max, la débil competencia del VHS, y en su casa fue donde conocí mi película favorita, La Novicia Rebelde. Con mi hermana y algunas primas nos la sabíamos de memoria, ya ni sé cuántas veces la debo haber visto.
Luego de Errol’s estuvo Blockbuster. Era la versión moderna de lo que había conocido antes y una especie de mini Estados Unidos. Vendían todos los dulces que había escuchado que existían pero que jamás había visto en vivo, una verdadera metáfora de lo que estaba pasando en Chile en ese momento. De hecho, mi cabeza liga inmediatamente a Blockbuster con una franquicia de pizzerías norteamericana y con Las Tortugas Ninja, epítome de los 90.
Es tan diferente con las plataformas de streaming. Las opciones son infinitas, pero es común “no encontrar nada” para ver. En los videoclubs me pasaba lo contrario, me costaba elegir qué arrendar, todo era tentador. Supongo que era porque tenía menos información.
A pesar de que Blockbuster quebró en el año 2013, sigue existiendo un local en el estado de Oregon, en Estados Unidos. Ahí todavía se pueden arrendar películas, pero sobrevive por ser un imán para turistas nostálgicos, porque fue algo que marcó a varias generaciones; tanto así que en noviembre de este año Netflix -vaya paradoja- estrenó Blockbuster, una serie de ficción ambientada en ese lugar, el último videoclub de la cadena.
Las tarjetas de socio, cumplir con la solicitud del por favor rebobinar, devolverlas en el buzón en la fecha que correspondía para no pagar multa, las recomendaciones de quienes atendían; pequeñas experiencias en desuso que con sólo pensarlas trasladan a una época de transición, en la que teníamos más capacidad de asombro. Pero ya estábamos en medio camino, era inminente, la hiperconexión estaba a la vuelta de la esquina.