Por mucho que se intente pensar lo contrario, los procesos políticos de la sociedad no afectan solamente a quiénes los vivieron. Hechos como la guerra, la migración forzada, las dictaduras y la violencia de Estado cambian por completo la forma de vivir y relacionarse entre las personas, que dejan huella generación tras generación si no son abordados y sanados de forma correcta.

A cincuenta años del golpe de Estado de 1973, el escenario se presenta tenso. En un país aún dividido por el dolor, polarizado ante las opiniones y lleno de contradicciones; con la negativa a hacer un verdadero proceso de sanación colectivo y que nos permita seguir hacia adelante, quisimos también darle espacio al espíritu y analizar lo que nos queda pendiente por resolver.

Según las constelaciones familiares —metodología espiritual de sanación creada por el psicólogo alemán Bert Hellinger— podemos entender a un país como un sistema completo de relaciones interpersonales. Este sistema está sostenido por un “alma” o conciencia colectiva. Según Hellinger, ésta es sostenida desde el amor para generar armonía entre las relaciones que se dan dentro del sistema.

Sin embargo, cuando el orden natural es alterado, sea por la exclusión, el olvido, la violencia política o cualquier trauma similar que saque a un miembro del sistema, esta energía volverá a reaparecer en generaciones posteriores, a través de historias que sean similares. Lo que una generación deja de resolver aparece como un problema en la siguiente.

Esto también es respaldado por otras áreas de la psicología que se enfocan en la violencia política, como la teoría de la cripta y el fantasma de los psicoanalistas franceses María Torok y Nicolás Abraham. La “encriptación” (o negación) de los duelos no realizados son transmitidos de generación en generación al no existir la posibilidad de ser elaborados de forma colectiva, especialmente por la impunidad política existente desde el Estado ante los vejámenes experimentados, que hace que el dolor de la experiencia no sea posible de procesar y se traspasa a la línea siguiente en el linaje. El secreto encriptado de todo ese dolor se convierte en enfermedad para sus descendientes.

Aún cuando algunas personas intenten hacer vista gorda y olvidar lo sucedido entre 1973 y 1990 en Chile, sus efectos aún siguen vigentes, por los dolores heredados a las generaciones siguientes. Todos los habitantes de Chile, del color político que sea, tenemos una historia con la dictadura relacionada con experiencias propias, de amigos o de familiares directos.

El trauma psicosocial de la dictadura reside aún, por ejemplo, en la imposibilidad de hablar de lo que pasó en Chile en esos años, sin el miedo de que eso termine en una conversación polarizada; en la insistencia de darle un color político al dolor de toda una nación.

Cincuenta años después, no podemos ponernos de acuerdo respecto a lo ocurrido, porque no podemos dejar de despertar el dolor de ese silencio acallado ni de buscar bandos a confrontar.

¿Cómo nos hacemos cargo de la herida profunda que guarda Chile? ¿Cómo podemos buscar un espacio en el que dejemos de vernos como contrincantes y empecemos a escuchar nuestros dolores de forma común? ¿Cómo podemos ayudar a descansar el corazón a quiénes aún no pueden enterrar a sus muertos, porque no saben dónde están?

Cincuenta años después, Chile necesita memoria, justicia y reparación para poder seguir adelante y dar vuelta la página, como muchos piden. Chile necesita recordar que podemos escoger no repetir la historia, y que podemos legarle a las generaciones que siguen un camino más liviano, sin tanto dolor a cuestas en los hombros.

Necesitamos educación emocional para aprender a escucharnos, padres presentes que nos enseñen desde el amor y no desde el terror; necesitamos arte, cultura y salud mental para poder descubrir el sentido de vivir; y desarrollar un proyecto país que permita a las personas ser felices, no solamente a ser productivas y exitosas.

A cincuenta años del golpe de Estado de 1973, elijamos hacer las cosas distinto que en el pasado, por el amor al futuro. Necesitamos recordar lo vivido para poder sanarlo, para poder darle espacio al dolor y que finalmente la herida deje de sangrar. Solo así, espiritualmente, podremos darle un orden armónico a este sistema país que está tan desestabilizado.