Nunca me imaginé sin hijos. Desde que jugaba con muñecas cuando chica y me ponía cojines en la guata simulando embarazos. No sé por qué, pero sabía que llegaría el momento en que mi útero iba a ser habitado por alguien. Y sabía que esa llegada iba a remecer mi vida completamente. Lo que no sabía, era la real intensidad del remezón. Porque si hay algo que he podido entender desde que soy madre, es que no tengo el control de mi tiempo: un llanto, un vómito o una fiebre, y mis planes se transforman en atender, abrazar y en salir de mí, para ser con mis hijos una sola, como cuando los tenía adentro.

Por ese instinto, terminé relaciones largas y estuve dispuesta a estar sola por un buen tiempo. Tampoco es que me obsesionara la idea, pero no quería entregarle mi corazón a alguien que no tuviera las mismas ganas y el mismo plan de formar una familia conmigo.

Sé que como yo, hay muchas mujeres con un fuerte instinto maternal. Algunas se embarazan, otras crían hijos que no parieron y los aman con la misma intensidad. Porque si hay algo cierto, es que ese instinto punzante y potente, va más allá de la biología y es capaz de darlo y hacerlo todo para maternar.

Y es que ser mamá no es fácil, como las cosas más bacanas de la vida, que tampoco son fáciles. Y no es fácil criar con el Amazonas en llamas, con el discurso de Greta Thunberg dando vueltas y con la incertidumbre de un 2030 con 3 grados más de temperatura en el Planeta. No lo es cuando los hijos se dan cuenta, escuchan y preguntan por qué hay tanto smog en Santiago, por qué el agua de la llave no se puede tomar o por qué se tienen que echar bloqueador tantas veces. Y dan soluciones a los problemas ambientales inventando con bloques de Lego, máquinas que absorben los microplásticos del mar, o que suben muy alto al cielo y tiran agua para hacer lluvia. Cuánto quisiera que algún día, las pudieran hacer de verdad.

Y ahí, es cuando me vienen las mil preguntas: ¿cómo es que decimos amar, y amamos, sin asegurar un entorno sano y limpio para nuestros hijos? ¿en qué estamos pensando cuando criamos sin tener en cuenta que la salud de nuestros hijos está, de alguna manera, en nuestras manos ahora?

He visto decenas de esos videos con niños que piden a los adultos que cuidemos el medio ambiente. Y se me parte el corazón. Y como madre me da rabia, impotencia y me dan ganas de ir a llorar por las calles y gritar. A cerrar las termoeléctricas, a limpiar las playas y a plantar peumos en las poblaciones. Y me angustio también, porque pienso en cómo se me ocurrió traer hijos al mundo con tremenda catástrofe ambiental. Y después los miro y los adoro, con ese amor de madre que no se parece a nada: que es doloroso de cansancio, jugoso de risas, preocupado de fiebres, orgulloso en los logros y enojón en las desobediencias.

No encuentro extremo plantearse la posibilidad de no engendrar en un escenario como este. Porque es cierto que además de la carga económica, mental y ambiental que significa criar hoy, también hay un tema de sobre población que nos está pasando la cuenta. Pero también veo que la maternidad es una experiencia, que más allá de cualquier idealización romántica, es potente, transformadora y nos conecta con otros. Que uno no cría desde la razón, uno cría con la hormona a flor de piel, con el corazón y el cuerpo rasgado, partido y sangrando. Ser madre no es solo la responsabilidad de hacerse cargo de un ser humano, es nacer con otro y vivir de nuevo. Y si es así, ¿cómo permitimos que el mundo siga igual? ¿no será que ya llegó el momento de parar?