Tuve la suerte de nacer en una familia donde no operaba la lógica tradicional de los roles de género. Las tareas que tenían mi papá y mi mamá en la casa y el trabajo eran las que tendían sus personalidades y los que de común acuerdo se autoasignaban. Fui educada en un colegio mixto y laico. Y, por lo mismo, no supe mucho de diferencias entre hombres y mujeres sino hasta que me topé con colegios de corte más tradicional o religioso estando en la universidad. Salvo una excepción: el hombre que se daba besos con más de una mujer en una misma fiesta era un galán ganador, mientras que si uno lo hacía, te tildaban de puta.
Yo era de "las putas". Nunca fui (tan) promiscua, ni tampoco tuve relaciones sexuales a un ritmo preocupante, pero al controlar con quién salía y por cuánto tiempo, me hice esa fama. Actualmente, a mis 32 años, la gente que sabe que he tenido veinticuatro parejas sexuales se ríe. Pero también se espanta. Si fuera hombre, nadie diría nada ante esa cifra. Estoy segura de eso.
Una de las cosas que siempre me ha molestado de cómo la sociedad intenta solucionar su manera de funcionar, son los roles de género. Y en la sexualidad también opera esa lógica cargante. El macho proveedor es más viril y por ende más sexual. La mujer tiene que parecerse a María madre de Jesús, y ojalá que sea lo más casta y pura y, como guinda de la torta, supuestamente siempre tiene pocas ganas de tener sexo.
A pesar de haber crecido en una familia de inmigrantes italianos, donde me enseñaron que está bien ser más pasional y más espontánea, y por lo tanto menos enrollada y más libre con mi sexualidad, durante gran parte de mi vida sexual esa frase de que los hombres tienen sexo cuando pueden y las mujeres cuando quieren se me impregnó en la cabeza. Como creo que a muchas otras mujeres les ha pasado. Supuestamente la mujer le da la pasada al hombre, porque el hombre es el que tiene que buscarla.
Eso hasta que, cuando tenía 23 años, viví una situación de dolor de cabeza de parte de mi pololo de la época. 'No me quiere, estoy gorda, soy horrible, no lo caliento. Me va a patear o gorrear y seré infeliz por el resto de mis días', pensé. Con ese pololo no pude conversarlo porque, pienso ahora, no quisimos. Pero esa idea de que era mi culpa me quedó dando vueltas hasta que, tiempo después, salió el tema en una conversación con mis amigas. Menos mal existen. A más de una le había pasado que, por épocas, ellas querían más que ellos. O ellas los buscaban y ellos estaban indispuestos. "Me quedé parada en sostenes y calzones y me puse a llorar", fue una de las historias con las que todas nos sentimos identificadas. A carcajadas, compartimos las veces que nos había pasado eso, y lo humilladas e inseguras que nos habíamos sentido por esa estúpida frase que no supimos identificar quién inventó. Y así, juntas, llegamos a una conclusión: que el hombre siempre quiere, es falso.
Mucho tiempo después, hablé del tema con mi pololo actual. Me dijo que somos seres humanos, con días, con más o menos ganas. Con cansancio y emocionalidad, con estrés y rutinas. ¡Y tiene toda la razón! El impulso sexual no está ligado al género. Eso está claro.
La sexualidad es para mí una forma de comunicarnos, de generar un lazo íntimo y único o de pasar un buen rato. De mayor o menor profundidad según así quieran las partes. Es consensuada, requiere de dos personas dispuestas, no es un contrato de adhesión o una micro a la que la mujer se sube cuando quiere y el hombre anda erecto todo el día manejándola. Y en su ejercicio, no debiese haber roles, debiese haber ganas y respeto.
Ahora pienso en las pobres cabras que creen que deben ser parecidas a María, cuando su instinto les dice que sean María Magdalena. En esas pobres cabras que piensan que, si su pareja no tiene ganas, se las está cagando. O es porque son feas. A todas les digo: manifiesten sus ganas cuando quieran. Pero además, que el cansancio es real, la lata también. Para todos. Y por igual.
Camila Sanhueza es abogada y fanática de Friends.