Paula 1220. Sábado 25 de febrero de 2017.

#Quieroserraro

Mi segundo nombre es Grazia, raro para los tiempos en que yo era niña; así como también lo era la disfuncionalidad de mi familia. Por eso vivía con el permanente temor a que me molestaran o me encontraran bicho raro. Eso me convirtió en una niña angustiada y tímida.

Ser normal –lo que quiera que eso signifique– era el imperativo en la década de los ochenta. Existía una sobrevaloración por ser integrado y adaptado. El tipo de sufrimiento que aquejaba a muchos era más la vergüenza y temor al ridículo, que tener que reprimirse para parecer adecuado. Se estilaba mentir para ocultar lo anómalo de uno mismo o de la familia; como el origen social, el pariente pobre o loco, los deslices cachondos, las salidas de madre, etc. La inhibición social, la hipocresía, el sometimiento y el servilismo estaban a la orden del día. ¿Se acuerdan de lo que nos provocaban los argentinos? Los odiábamos por agrandados, cancheros y chantas, pero en el fondo los envidiábamos y nos odiábamos a nosotros mismos por hablar todo en chiquitito –el tecito, el cafecito– y porque ocupaban nuestras playas unas chicas de culos perfectos con un descarado hilo dental, y unos tipos musculosos y desinhibidos.

Tiempos de mierda.

Pero las cosas se han movido en este mundo. Los cambios sociológicos se han orientado en la dirección del empoderamiento individual y la horizontalidad. Las grandes instituciones como la Iglesia, las fuerzas armadas, la política, el padre y el profesor, no tienen ya el valor de antes. Han dejado de constituirse como lugares de autoridad y de producción de verdades inalienables, lo que nos permitió a muchos sentirnos más libres y creativos, menos temerosos de la diferencia.

Si bien muchos aún padecen de fobia social, de temor al otro, de vergüenza crónica e idealización del más poderoso, todas expresiones del fantasma de sentirse fuera de norma, estos son montajes que insisten en la otra gran religión neurótica: los obsesivos. De ellos hablaremos en la segunda parte de este libro. Hoy lo que se lleva y se impone con mucha fuerza es el malestar contrario: el dolor de sentirse demasiado dentro de la norma, demasiado común y corriente. Se ha ido instalando el deseo imperioso de ser distinto.

Son tiempos en que sentirse normal –insisto, lo que quiera que eso signifique– representa hoy ser ordinario y un poco tonto. Parecer alternativo se convierte cada vez más en el mainstream. El hipster –ese sujeto que se parte la cabeza a diario para parecer especial– es un buen ejemplo. Aunque gracias al mercado, que siempre se preocupa de nuestras necesidades de consumo, se nos facilita el hipsterismo. Hoy se pueden encontrar diseñadores independientes en las multitiendas, restaurantes y discotheques que ofrecen la experiencia de sentirse diferente, cursos y seminarios para quienes sienten una sensibilidad especial hacia algo.

Si a uno ya se le pasó el tren para creerse distinto a los demás, existe siempre la posibilidad de que entonces sean los hijos quienes logren ese cometido. Ponerles un nombre raro, cósmico, en algún idioma exótico, son cosas que funcionan muy bien en estos casos.

Todo este entusiasmo por la rareza va ligado a la moral de la autenticidad. La lógica que la sostiene es la siguiente: si no sigo las convenciones, lo que todos hacen, si no me reprimo para gustarle a los demás, entonces soy más auténtico. Soy yo mismo. Y también ese hijo, ese llamado Apple, Maddox, Suri o Estrella del Amanecer, lleva desde el nacimiento la marca del nombre único, único en su especie y, por tanto, libre de la alienación social. Y un paso más allá en la argumentación: libre de polvo y paja, libre del pecado original. Ya se habrán dado cuenta: un alma bella. Como si llevar un nombre raro, vestirse especial o comer distinto ubicara en la pirámide de transparencia a ese ser en un escalafón superior.

Lo interesante es que el triunfo de Donald Trump viene a desordenar esta lógica. Porque él también se atribuye el carácter de auténtico. Pero no para jugar al alma bella, sino lo contrario, personificar al ángel oscuro. Quizás lejos de tratarse de una paradoja, es una indicación de que los lugares del bien y el mal se topan en los extremos. Como la provocadora lectura del poeta Bruno Vidal sobre los hermanos bíblicos: la realidad es que en el lío de Caín y Abel, este último era el fascista, el consentido de Dios, culpable del resentimiento de su hermano fratricida. Quizás no es una idea que haya que tomar como una sentencia final, pero sí invita a pensar en la naturaleza humana, en que el bien y el mal son lugares dialécticos.

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En fin, volvamos al problema ético y estético del afán por lo auténtico. Si hay una plataforma privilegiada para estas demostraciones de autenticidad, esa es la de la vida digital. Las redes sociales. Algunas aguantan varios hashtags, pero lejos la más recargada es Instagram, donde más que utilizarse para ser parte de una conversación, sirven para afirmar que uno es algo: soy de los que van a ciertos lugares, soy fanático de tal cosa, soy esto, soy lo otro. Podría ser la aplicación predilecta del "yoismo", hoy, que la egolatría no es algo que se oculte, sino que, por el contrario, se exacerba porque parece un bien.

#liveauthentic #setumismo #setumismoyserasunico son algunas etiquetas que portan esa insolencia de los momentos maníacos en que nos creemos mejores que los demás y libres de toda contradicción. Este tipo de hashtags suelen acompañar algún autorretrato que intenta afirmar que uno es uno mismo, sin alienaciones. Como si el hecho de que para sellar la escena sea necesario recibir unos cuantos "me gusta" de aprobación, no interfiriera en tal autenticidad vital. Un delirio, pero que en tanto colectivo, no se nota.

<strong>"El enemigo de 'los auténticos' es la masa, el sujeto medio. Ese que a veces aspira a ser rubio –al menos por estas latitudes–, que suele vestirse combinado y cargado al poliéster, que le gusta ver tele, que disfruta del acceso a una tarjeta de crédito. Estoy haciendo una caricatura, por supuesto, pero me refiero al siempre denigrado ciudadano de a pie. Denigración que, por cierto, tiene consecuencias políticas".</strong>

Una fotógrafa anónima "cabreada" de ver gente sacando las mismas fotos, en los mismos lugares y rotulándolas como #vidaautentica, creó una cuenta en Instagram para una Barbie posmoderna: @socalitybarbie. Esta vez la famosa muñeca es morena –la aspiración a la rubiedad no podría representar al buen gusto hipster– y nos invita a ser parte de su intensa vida única: siestas en lugares recónditos, amaneceres exóticos bajo un chal altiplánico de tela orgánica, cafés carísimos con diseños especiales. Una estética excepcional, para una ética de la inflación de la identidad.

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La parodia se transformó en un éxito y alcanzó miles de seguidores. ¿Será quizás porque muchos nos estamos cansando de hacer tanto esfuerzo por ser nosotros mismos? Porque la identidad es como la locura del nacionalismo: una construcción que deja varios muertos en el camino, segrega lo que no le calza al ideal al que se aspira, crea un relato de guerra contra enemigos que a uno le permiten la cohesión imaginada. Es decir, la identidad requiere de adversarios para sostener su diferencia. Alguna vez leí un artículo en el que un vegano muy preocupado por ser consecuente, hacía la pregunta a su clan sobre si era o no adecuado follar con un no vegano. Curioso, ¿no? En una de esas, quien escribía el artículo temía que la carne de un carnívoro lo cebara como a los perros en el campo, que una vez que aprenden a cazar no pueden parar de matar gallinas. Quizás intuía lo forzoso del equilibrio necesario para mantener una identidad rígida.

El enemigo lógico de #vidaauntentica debiera ser lo que huela a simulación. Sin embargo, parece que a esta ideología no le importa tanto la tensión entre lo verdadero y falso, ya que asume con total descaro que una imagen ultraplanificada, llena de filtros y a la espera de aprobación está libre del polvo y la paja de la falsa consciencia. Más bien lo auténtico contemporáneo parece una tensión entre lo exclusivo y lo masivo: mientras menos sean los que accedan a ciertos rincones del mundo –spots, les llama la elite– o a las teorías de moda sobre la verdad verdadera, mejor, eso opera como si fuese lo genuino.

El enemigo entonces de "los auténticos" es la masa, el sujeto medio. Ese que a veces aspira a ser rubio –al menos por estas latitudes–, que suele vestirse combinado y cargado al poliéster, que le gusta ver tele, que disfruta del acceso a una tarjeta de crédito. Estoy haciendo una caricatura, por supuesto, pero me refiero al siempre denigrado ciudadano de a pie. Denigración que, por cierto, tiene consecuencias políticas: muchos se han sorprendido con esa especie de brexit generalizado que este ciudadano le ha hecho a la elite del progresismo político, quizás a modo de revancha.

Pero vamos primero con aquellas criaturas que nacen de esta posición, los que aspiran a ser "auténticos" y únicos. Uno de los autoengaños de la histeria por la "vida auténtica" es suponer que se está actuando lejos de la alienación, es decir, libre de los requerimientos de los otros y del mundo que a uno lo descentrarían. Pero, como decía más arriba, esta criatura no tiene mucho problema con el Photoshop vital de su ética y estética, porque la cuestión se trata –como en toda histeria– de ser reconocidos como únicos y especiales, es decir, no son sin los otros; toda performance requiere de un público que les devuelva su propio mensaje: son seres de otro mundo. En ese sentido, resulta prioritario despertar el deseo de los demás, ojalá en admiración o envidia.

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Operación de alta sofisticación. Ahí donde yo quiero algo, despierto el deseo en otro, de manera tal que es el otro el que cree que elige. Esta es una movida crucial en la conquista amorosa, en que el que juega a objeto de deseo hace como que no busca (aunque esté buscando) sino que se hace buscar. Es decir, consigue su objetivo con traje de pasividad. "No sé por qué me llama", "¿Por qué se pasa rollos?", dice el sujeto en posición histérica.

Quienes han cumplido este rol en la seducción, históricamente hemos sido las mujeres. Aunque hoy también cada vez más hombres juegan este juego; somos nosotras las que lidiamos con esta habilidad que es tantas veces trágica. Trágica porque hacerse desear ha implicado para muchas tener que cosificarse. Meterse cuchillo para alcanzar el ideal de belleza impuesto por lo masculino hetero: boca, tetas y culo inflado, cintura pequeña, no muy gritona. O bien, el ideal del masculino homosexual que impone la moda: tetas y culo desinflado, pálida al borde de la anorexia, no muy gritona. Nos ha llevado a invertir demasiada energía para sostener una imagen, horas y horas perdidas, en vez de ser parte también de los que escriben la historia del mundo. En fin, el cuerpo –para las mujeres especialmente– ha sido una plataforma de competencia para ser distintas y reconocidas como deseables. Decirle a una mujer que es una cualquiera es una ofensa, a diferencia de los hombres, quitándonos el derecho a descansar en poder ser una más y fortalecer la fraternidad con el género.

Ahora, también es cierto que la habilidad de hacerse desear puede ser virtuosa cuando se maneja el arte. Por ejemplo, hay quienes logran en una entrevista de trabajo hacer sentir al entrevistador que es su empresa la evaluada y que el candidato es por quien hay que pelear. Cuando eso resulta es una jugada brillante. En el fondo, es hacer el amague de que se posee algo muy deseable para el otro, y no saber si lo vamos a dar o no. Eso pone al otro a correr tras la zanahoria.

Jugar a objeto de deseo cuando se trata justamente de eso, de jugar, y no suponer que es una condición sine qua non de un grupo o clase –por ejemplo, suponer que eso son las mujeres, un pedazo de carne– puede ser una operación muy interesante. La seducción es una herramienta muy poderosa. La bestia más bien aparece cuando se cree que uno ES eso: algo que debe ser siempre deseable. Ahí es cuando aparece el autoflagelo de nunca alcanzar el ideal. Y además la trampa es que, de acuerdo a la ley del deseo, someterse a lo que supongo que el otro desea de mí, mata cualquier pasión. El sometimiento es inversamente proporcional al deseo porque uno desea lo que no tiene, no aquello que se me da en bandeja. Nadie desea a alguien que se somete a mis designios, pues lo inferiorizo. Distinto es –y esa es la operación astuta de la histeria– crear un deseo que antes no existía en el otro. Este es el sueño de todo publicista.

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Dos años después de Cincuenta sombras de Freud, Constanza Michelson publica su nuevo título. $11.900 en librerías.

Dos años después de Cincuenta sombras de Freud, Constanza Michelson publica su nuevo título. $11.900 en librerías.[/caption]

Una bestia dolorosa entonces es creer que el único destino es ser deseado. Ahí viene la desorientación y la desesperanza profunda frente a la pérdida del deseo de otro sobre uno.

Una segunda bestia, hija de esta imperiosa necesidad por ser especial, es la autoexclusión. Esa autoexclusión nace desde lo víctima, el "nadie me valora," "nadie me quiere". Es esa que, en general, lleva a las personas a declarar tener baja autoestima cuando, en el fondo, lo que esperan es que los otros los valoren como suponen que se lo merecen, es decir con un gran valor. La autoexclusión construida desde el rechazo –que muchas veces es autoprovocado, porque es uno mismo el que no hace nada amable para incluirse– puede ser vivida con mucho dolor, pero si no se hace nada al respecto es porque inconscientemente se está sostenido por este motor que empuja a sentirse distinto a los demás.

<strong>"La bestia más temible es la que viene instalándose con los tiempos: los histéricos de la 'vida única', la 'vida auténtica'. Su entrada es alarmante porque su exclusión es desde la dignidad, desde la superioridad moral. No tienen por tanto ninguna razón para pedir ayuda; todo lo contrario, son los que generalmente se convierten en educadores, profetas, terapeutas exprés".</strong>

En algún círculo social me presentaron a un tipo que decía ser artista. Aquella vez contó cómo el ser rechazado desde el colegio lo había empujado a la actividad creativa. Si bien comenzó con un relato muy seductor, había algo que no cuadraba en su historia: ¿por qué siempre lo rechazaban a pesar de parecer tan interesante? Meses después en un minimarket lo reconozco en la fila. Particularmente ese día yo no tenía muchas ganas de hacer vida social y tampoco me llamaba la atención hablarle a él. Hice alguna maroma que me permitió ubicarme detrás suyo sin que lo notara y saqué mi teléfono celular para fingir estar concentrada en algo importante. Después de un rato entendí que difícilmente notaría mi presencia o la de cualquiera. Cuando fue su turno en la caja comenzó a hacer un enredo cambiando los productos, tomándose un buen tiempo para decidir qué llevar y cambiar de opinión, pagó cosas por separado, pidió empaques distintos, en fin, se apropió del tiempo como si fuese el único del mundo. Tras él la fila empezó a crecer y también las caras largas y esos suspiros a regañadientes que salen en señal de disgusto. Pero él no acusaba recibo. Posiblemente esa era la historia de su vida y de su exclusión: no había nadie más para él.

Estas dos bestias, la que sufre por sentir que es solo un objeto para despertar deseo y la que es víctima de la autoexclusión, acarrean la desgracia conveniente del sufrimiento, por lo tanto, pueden pedir ayuda.

Pero la bestia más temible es la que viene instalándose con los tiempos: los histéricos de la "vida única", la "vida auténtica". Su entrada es alarmante porque su exclusión es desde la dignidad, desde la superioridad moral. No tienen por tanto ninguna razón para pedir ayuda; todo lo contrario, son los que generalmente se convierten en educadores, profetas, terapeutas exprés, y van diseminando su palabra y haciendo sentir mal a cualquiera que no esté a la altura de su vida con Photoshop.

Su malestar aparece cuando se vislumbran demasiado ordinarios, cuando no han sido capaces de desarrollar ese proyecto tan especial para el que vinieron al mundo, o cuando la vida rutinaria los asfixia, porque para ellos la monotonía es una especie de pecado capital. O bien, la contradicción les puede asaltar cuando afecta a quienes aman, por ejemplo, a sus hijos.

Recuerdo a una mujer de mi generación –es decir, criada en los ochenta bajo todas las opresiones posibles– para quien la educación alternativa hubiera sido una cuestión muy liberadora. En la adultez cae en la trampa de la libertad impostada y decide primero educar a sus hijos en la casa, cuestión que empieza a perturbar su relación de pareja y su vida personal; como dicen por ahí, no hay que cagar donde se come. Su vida familiar se transformó en un espacio de caos sin límites ni intermitencias, todo de corrido. Alguna vez una chica que había pasado por una adicción a las drogas me comentó algo así respecto de las casas de los dealers que sirven como hogar de acogida para drogarse: son casas sin tiempo, no rigen horarios ni espacios, una cocina nunca es una cocina, un baño tampoco. La casa de esta mujer reproduce en algún punto ese mismo caos. En fin, luego de esta experiencia, decide –también para recuperar su vida de pareja que colgaba de un hilo– seguir el nuevo deseo de su marido que había entrado en una crisis de los cuarenta de aquellas. Vivir en la playa, en el paraíso mágico de los caprichos, con otras personas que compartían sus mismos intereses. Pero como un acto fallido de lo inconsciente, el paraíso se empieza a quebrar por el lado de los niños. Confiando en una supuesta naturaleza humana bondadosa y autorregulada, los adultos de esta comunidad no intervenían en las cuestiones de sus hijos. Cuestiones que caían en el sadismo y la exploración sexual sin límite ni orientación. Luego de varias señales vino la escena irreversible: uno de los chicos más grandes abusa del hijo menor de esta familia, situación que provoca la vuelta a la ciudad, el quiebre de la familia y de sus convicciones. Regularizan la educación de sus hijos en manos de la educación masiva, como si de ello requiriera esta familia: cuidarse de sus propios caprichos histéricos. Aquello que estos padres hubieran necesitado en los años ochenta, no era lo que sus hijos requerían en estos tiempos. Los niños pedían a gritos integrarse a un grupo de pares donde ser uno más.

Esta es una situación en que la fractura vino por donde más duele, por los hijos. Otras veces, esta bestia no se angustia, sino que angustia a otros.