“Hace unos días la muerte me sopló la nuca en su forma más desgarradora: la noticia de niños y niñas que mueren. Un incendio, un accidente y un suicidio. En cada una de esas historias mi mente automáticamente ponía a mis hijos en el centro, y a mí en el lugar de la madre que no encuentra el cuerpo de su hija en medio de los escombros y cenizas, la madre que besa a su hijo muerto y le pide que abra los ojos, la madre que se culpa por no haber hecho lo suficiente para evitar la decisión de su hija. Ha sido difícil transitar por ahí, lo único que pude hacer fue aferrarme a mis hijos. Cancelar horas de trabajo e ir al cine con ellos. Quedarme a esperar que den las 2 am para ver un partido de Chile que obviamente nos pilló dormidos en el sillón. Investigar sobre cómo configurar el teclado para que sea más fácil pasar un nivel de su juego de computador. Hacer galletas. Dormir abrazados. Olerlos.
Hasta hace una semana el paso del tiempo era el tema que me preocupaba; van a crecer y ya no me van a querer tanto en sus vidas. Pronto voy a ser la mamá que no entiende nada, que les da un poco de vergüenza incluso. Pero después de recibir estas noticias fue todo lo contrario, pensar en que el tiempo se pueda detener para ellos es la versión más espantosa de cualquier vida que pueda tener.
Aprendí a evitar pensar en estas cosas, no nombrarlas, no dejarlas pasar por mi mente. Vivir como si no existieran, pero son reales. Los niños se mueren y eso me da terror. A veces un terror paralizante que me obliga a distraerme y otras, uno suficiente como para ordenar mis prioridades, dejar algunas cosas de lado y volver a mirar lo importante del momento presente.
Cuando decidí ser mamá, nunca se me pasó por la mente que mis hijos podrían morir. De hecho, mis hijos van a morir, solo que en mis planes está morir yo antes que ellos. Nací en una burbuja histórica y social de privilegio respecto de la mortalidad infantil, en mi contexto que un niño muera es la excepción más terrible a una regla que no siempre fue así, ni es así para todos en el mundo. En Afganistán 1 niño de cada 10 nacidos, muere. Aquí en Chile 6 de cada 1000. Supongo que los números no cambian el hecho de que siempre sea una tragedia, pero sí aumentan las probabilidades de que ocurra y eso es un montón.
Creo que la angustia que rodea a la muerte de los niños, en una época en que las religiones y el mundo espiritual van de capa caída, es tan grande, que nos hace huir cuando aparecen esas noticias y navegar solo la superficie, sin hundirnos. ¿Y si hablamos de otra cosa mejor? Quiero pensar que es algo que no me va a pasar a mí, que le pasa a otras madres, como las guerras o los desastres naturales. Es doloroso ponerse en el lugar de las madres que han perdido un hijo y escuchar lo que tienen para decir. Y ese dolor se transforma en silencio. Y el silencio en un tumor que se lo come todo. Supongo que la muerte de los hijos nos deja sin palabras y se lo come todo.
Antes de dormir le preguntó a mi hijo menor si quiere que me recueste a su lado. Me dice que ya está un poco grande para dormir con la mamá. Está bien que me pida espacio. Le digo que puedo sentarme en la orilla de su cama y esperar que se duerma. Ya no me da tanto miedo que crezca. Ya no voy a desear nunca más que se quede así chiquito, para siempre”.
Agustina es psicóloga y tiene 42 años.