Ni tampoco educador o educadora de párvulos que se responsabilice de su aprendizaje y cuidados, puesto que en esta compleja realidad confluyen dos temas igualmente importantes: una insatisfactoria cobertura en salas cunas y jardines infantiles de apenas 32% para niñas y niños de entre 0 y 4 años (OCDE 2018), y una relación 42 a 1, entre la cantidad de párvulos por ser atendidos y la disponibilidad de profesionales preparados para hacerlo (Estadísticas Vitales INE).

La falta de acceso a recintos preescolares atenta directamente en contra de niños y niñas pero también en contra de sus madres, principales cuidadoras en la primera infancia. En ellas termina recayendo la abrumadora responsabilidad de buscar un lugar en las escasas opciones estatales o rebuscar otras alternativas.

Así, emerge cada vez con más fuerza una “solución” de doble filo: las guarderías informales que son más accesibles, ofrecen jornadas por sobre los horarios típicamente laborales y son definitivamente más baratas que los jardines privados. Sin embargo, no tienen obligación de cumplir ningún estándar de idoneidad, calidad ni seguridad, y están completamente fuera del radar de lo fiscalizable por las autoridades.

Ahí todo puede pasar, y ya hemos sido testigos de lo peor. La muerte de una niña el año pasado, dos niños pequeños prácticamente colgando de ventanas y balcones a gran altura, y más recientemente esta semana, lactantes ubicados en un closet por largas jornadas a falta de mayor espacio para desplazarse y jugar. De estimulación apropiada para la edad, ni hablar.

Motivaciones para llevar a los hijos a una sala cuna, jardín infantil o guardería hay tantas como historias de vida. Mamás que buscan potenciar el desarrollo preescolar de sus hijos e hijas, que quieren trabajar o que deben hacerlo porque son el sostén financiero de su hogar, o que quieren retomar los estudios, y una larga lista de etcéteras. Por opción o por necesidad, el que los hijos estén bien cuidados no debiese ser una preocupación individual sino colectiva, contenida en una política pública efectiva de apoyo al cuidado, muy especialmente para quienes viven en condiciones de vulnerabilidad social y económica.

El desafío es de fondo y de forma, pues el déficit de cobertura es un tema en sí mismo, pero también lo es la factibilidad de que esta cobertura pueda ser ampliada sin seguir sacrificando la seguridad y bienestar de los niños y niñas. Si consideramos que hoy sólo contamos con alrededor de 21.500 profesionales para este rol (Estadísticas vitales INE), y quisiéramos acercarnos al coeficiente de los países desarrollados donde por cada educador o educadora de párvulos hay 14 niños, nos veríamos en un déficit de 18 mil educadores en Chile (Estimación de Educación 2020, 2018). Incentivar la promoción de nuevas generaciones de profesionales será crucial.

Pero lo primero, creemos, es contar con la atención de las autoridades para que esta problemática sea puesta en una agenda articulada entre el Ministerio de Educación, Desarrollo Social con Mejor Niñez y el Ministerio de la Mujer y Equidad de Género, pues son los actores clave para proponer soluciones, particularmente para las familias más vulnerables que no pueden esperar.

Los municipios y organizaciones de la sociedad civil que están apostando por la educación preescolar podrían ser también un soporte fundamental en una eventual política de apoyo al cuidado, en la que las salas cunas y jardines infantiles sean uno de los ejes estratégicos.

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