70% ha disminuido la maternidad adolescente en los últimos 10 años, una muy buena noticia si consideramos que en 2009 se registraron 40.702 partos de madres adolescentes (INE, 2009) y para 2019 la cifra se había ubicado en 11.977. De ellos, el 97,5% corresponde a jóvenes entre 15 y 19 años, y el 2,5% a menores de dicha edad (INE 2019).

Esta cifra positiva esconde de todos modos un patrón de desigualdad que prácticamente no ha variado en los últimos años. La mayoría de estas casi 12 mil madres adolescentes, pertenece a los niveles socioeconómicos más bajos del país (32% en el primer decil v/s 7% en el décimo decil, CASEN 2017).

La maternidad adolescente, es así, uno de los rostros de la maternidad más vulnerable en Chile, y si bien hay consenso sobre la necesidad de prevenirlo y seguir disminuyendo su incidencia, también lo hay sobre la importancia de generar programas de acompañamiento que permitan afrontar los riesgos físicos, psicológicos y sociales ya extensamente documentados que arriesga tanto la adolescente como su hijo/a, para favorecer el desarrollo de ambos.

Entre estos riesgos destacan los que afectan la salud mental y la inserción social y económica de la joven. Si la depresión post parto en la población general de madres oscila entre el 13% y el 20%, en la población de madres adolescentes se ubica entre un 20% y 57%, afectando la vinculación y apego con su hijo o hija (Wolff et al., 2009). Por otra parte, entre 15% y 24% de la deserción escolar en las mujeres se atribuye a maternidad, mientras que menos del 1% de la deserción escolar en hombres es atribuible a su paternidad (CAF, 2018). Esto no sólo contribuye a la regeneración de círculos de vulnerabilidad y pobreza sino que también agudiza brechas de género.

En Chile desde el sector público y el sector privado se han desarrollado programas sociales con resultados significativos en la reinserción escolar y la continuidad de estudios superiores, la disminución en la depresión post parto y la prevención de la reincidencia en un segundo embarazo precoz. Entre ellos, destaca el programa de acompañamiento a la maternidad adolescente del Servicio Nacional de la Mujer y Equidad de Género, implementado en 2011, al que lamentablemente no se le ha dado la continuidad deseable para generar más impacto.

La experiencia, entonces, existe en nuestro país. Replicarla, focalizando los esfuerzos y los recursos en estas jóvenes madres y sus hijos y rescatando la cooperación público privada, no sólo nos permitirá seguir disminuyendo la tasa de embarazo adolescente, si no también actuar sobre los riesgos de manera oportuna y adecuada, resguardando el desarrollo de la joven y el niño/a con el impacto deseado en la disminución de la desigualdad de género y de desarrollo infantil.

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