“Los que tienen problemas con las pantallas son los padres, porque les apartan de la interacción con sus hijos”, dijo hace poco el neurocientífico francés Stanislas Dehaene, en una entrevista en el diario El País en la que hablaba, entre otras cosas, de educación y ciencia cognitiva.

Dehane, que ha estudiado el cerebro por 35 años –es profesor en el Collège de France y fue presidente del Consejo Científico para la Educación en Francia–, planteaba en el artículo, derechamente, que hay una realidad biológica del cerebro: una serie de principios que no podemos cambiar, nos guste o no. Que somos nuestro cerebro, y que no hubo tiempo para una evolución biológica de este órgano que le permitiera, realmente, una adaptación a los cambios tecnológicos. Dicho de otro modo, hay necesidades que tiene nuestro sistema cerebral que no van a cambiar, como la de dormir, la del contacto social o la de comunicarse para aprender. “Esto es un fuerte mensaje para los padres, porque muchos están siendo atrapados por sus teléfonos y no les hablan suficiente a sus hijos. Cuando la gente discute el peligro de los teléfonos móviles, hablan como si las pantallas fueran problemáticas para los niños. Pero los que tienen problemas con las pantallas son los padres, porque les apartan de la interacción con sus hijos”, comentaba, refiriéndose a que la tecnología sí restringe el entorno de aprendizaje de los niños, pero porque son los padres quienes están absortos mirando el celular.

Y este es un gran punto. Porque pareciera que apuntamos todos los dardos a los niños, a que son ellos y ellas los adictos a la pantalla. ¿Pero no será que eso es precisamente porque nosotros estamos ocupados viendo nuestros celulares?

Banderas rojas: cuándo afecta el exceso de pantalla

Entre 80 y 150 veces al día: esa es la cantidad de veces que desbloqueamos el celular o que lo miramos, según estudios de Apple y de Ikea España. Probablemente es el único objeto por el que nos devolveríamos a la casa si es que se nos quedó. Y a lo menos algo de ansiedad nos provoca si se está acabando la batería, si se echa a perder o si no lo encontramos. Incluso, muchos duermen con el celular al lado (71% de las personas según investigaciones), lo que hace probable que sea lo primero que ven en la mañana y lo último antes de acostarse.

¿Y cómo afecta esto a nuestros hijos e hijas? Como explica la psicóloga Daniela Aldoney, académica de la Universidad del Desarrollo y directora ejecutiva de la Sociedad de Desarrollo Emocional (@sdemocional), hay bastante investigación que sostiene que el tiempo dedicado a las pantallas –o distintas tecnologías– por parte de los papás, es predictor del tiempo que dedican los niños a las pantallas. Es decir, mientras más miremos nuestro celular, más querrán hacerlo los niños.

“Los padres son los principales responsables de organizar el entorno de los niños en edad preescolar, o incluso en los primeros años de colegio. Son ellos los que deciden a qué tipo de ambiente tienen acceso, qué cosas pueden o no pueden hacer, son los encargados de poner límites. En ese sentido, es bastante esperable que la conducta que tengan los padres también se vea en los niños. En esta edad los padres son modelos importantes para los niños y hay mucho aprendizaje que será por simple imitación”, explica Aldoney.

Pero el problema no es solo ese. Sino que cuando los padres o madres estamos demasiado atentos al celular, es menos probable que podamos tener tiempo de calidad con los niños: es decir, estar realmente atentos a ellos, y no a las notificaciones. “El estar constantemente atento a la pantalla hace más difícil poder sintonizar con el niño, entender lo que necesita, y responder de manera adecuada en el momento adecuado”, añade Daniela Aldoney, para quien sí es posible llegar a un relacionamiento saludable con la tecnología.

Por un lado, las alertas hay que ponerlas cuando la pantalla esté siendo usada como regulador emocional –para detener una pataleta o subirle el ánimo a un niño o niña–, porque se están perdiendo oportunidades de acompañar a los niños en el proceso de autorregulación, que es fundamental que aprendan. O también cuando se usan para hacerlos dormir –porque interfieren cerebralmente y minimizan el descanso– o para que coman, porque hay riesgo de generar trastornos de la conducta alimentaria.

“Me parece importante también entender qué actividad está reemplazando la pantalla: ¿estar con amigos? ¿jugar con los hermanos? ¿pasar tiempo con los papás? Al hacernos conscientes de esas respuestas, podremos buscar un equilibrio. Tampoco creo que haya que satanizarlas. Si el uso de las pantallas está siendo mediado, con contenido adecuado para su edad, o si incluso propicia momentos de compartir con los padres, entonces se pueden lograr con ellas momentos de interacción más positiva y lúdica”, finaliza.

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