Los recuerdos grises de mi infancia
Bárbara es lectora de Paula. En esta columna recuerda su infancia marcada por el abandono y el maltrato de su madre, y cuenta cómo una enfermedad la llevó a enfrentar su pasado.
Cuando tenía 11 años, me fui de vacaciones al sur para visitar a mi tía materna. Pasó todo el mes de enero, luego febrero, y ya estaba faltando poco para la época de volver al colegio. Un día, mi tía y su marido se sentaron a conversar conmigo y me preguntaron si quería quedarme a vivir con ellos. Recuerdo que, sin pensarlo un segundo, les dije que sí.
De adulta, he recordado este momento y cada vez que repaso la escena, me impacta mi convicción y la ausencia total de incertidumbre frente a la pregunta.
Tengo sentimientos encontrados con mi mamá. Ella tuvo una infancia difícil: su mamá se suicidó cuando tenía 17 años, su papá se volvió a casar y siempre me comentó que sintió un gran abandono por parte de él.
Recuerdo tener 8 años y estar cosiendo la basta de mi falda del colegio. Recuerdo levantarme con mucho frío e irme al colegio sin desayuno en una micro. Recuerdo días de hambre, botellas de licor. A veces me mandaba a comprar pisco y caminaba largas cuadras con la botella en brazos.
Un día, estaba con mi hermano y mi mamá no llegó en varios días; no había nada para comer en la casa más que un kilo de harina. Hice unos pancitos ridículos y salados, pero los comimos con muchas ganas. Incluso ahora, de adulta, me complico al prender un horno... ¿cómo lo hacía esa niña de 8 o 9 años?
Mi mamá me pegaba por cosas insignificantes. Si se le perdía un labial o no quedaba bien hecho el aseo, me pegaba con lo que encontraba: podían ser colgadores de madera, el cable de la plancha, el palo de la escoba... lo que fuese. No entiendo cuál era el sentido de golpearme, no sé de qué sirvió. Eso no me enseñó nada, solo me hizo temerle, mirarla como a un monstruo y, a veces, odiarla.
Cada vez que podía, estaba lejos de mi casa. Siempre quería quedarme a dormir fuera, siempre llegaba tarde. Si podía jugar afuera hasta el anochecer, lo hacía. Me cargaba mi vida.
Cuando se presentó la oportunidad de irme indefinidamente, lo hice. Mis tíos sureños sabían de las negligencias de mi mamá conmigo y, de alguna manera, querían darme un mejor futuro y mejorar lo que quedaba de mi niñez.
Mi mamá murió en 2020 de un cáncer de colon. Fue una enfermedad rápida y agresiva. En ese año, estábamos ambas en la misma ciudad y sentí la obligación de ayudarla. No me es indiferente el dolor en ninguna persona. Luché mucho con el cuestionamiento de si debía ayudarla y acompañarla. Luché con mi rabia y mi impotencia. Luché con los recuerdos grises de mi infancia.
Estar presente en el proceso fue muy crudo. El cáncer es una enfermedad que no perdona nada: ni bolsillo, ni carácter, ni pasados. Mi mamá se fue entregando a la muerte de una manera pacífica, y en los meses que me tocó presenciar su marchitamiento, me acerqué a ella desde otra perspectiva. Me contó muchas historias de su infancia y adolescencia, me habló de su mamá, papá y hermanos. Prácticamente todo lo que me contaba eran cosas graciosas o con buen final. Me pidió disculpas por haber sido la mamá que fue, me dijo que me alejara del trago, ya que nuestra genética nos llevaba a ser alcohólicos y depresivos, y me dijo que, si pudiera volver el tiempo atrás, cambiaría la forma en que nos trató a mi hermano y a mí.
No sé si llegamos a hacer las paces. Siento que muchos de mis complejos y fragilidades del presente se deben a esa infancia vulnerable, y para sanar todo aquello se requiere mucho coraje y también ganas de observar el pasado desde otra mirada.
La adulta autosuficiente y trabajadora que soy no se debe solamente al ejemplo de constancia, trabajo y autonomía que me dieron mis tíos; también se debe a que alguna vez fui una niña que se sentía sola y que se cosía la basta.
*Bárbara es lectora de Paula y nos escribió porque quería compartir su historia. Si tienes una historia que te gustaría compartir, escríbenos a hola@paula.cl.
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