Cuando el dúo de Manuel Almonacid (26) y Felipe Jesús Pérez (27) se pone a bailar en la esquina de Villavicencio con Lastarria los fines de semana, se genera toda una atmósfera. Manuel mira a su pareja fijamente, serio y concentrado, y lo levanta por el aire haciendo piruetas al ritmo de bailes de salón durante una hora: salsa, bachata, boleros, tango y rock n' roll. Felipe es liviano, coqueto, da vueltas, mueve la cintura y baila tan rápido que sus pies pareciera que no tocan el suelo. Una señora, en medio de la presentación, grabando el show con un celular en la mano y con un perro amarrado a un collar en la otra, les grita: "Son como unos ángeles. Ojalá yo bailara así". El resto de la gente agrupada alrededor de la pareja pareciera no escuchar el halago de la rubia, ya que siguen hipnotizados por las figuras que hacen los bailarines afuera del cine El Biógrafo. Transpirados y cansados, pero con una sonrisa en la cara, la pareja promociona su show: "Somos zuingers", dicen con picardía al presentarse.

El dúo, que tiene una sincronía perfecta al bailar, no tuvo la misma sincronía en sus historias de vida. Ambos son indiscutiblemente distintos. Felipe bailó desde antes de caminar. Su mamá le cuenta que él daba botes y se movía de un lado para otro cada vez que escuchaba una canción. Cuando era chico le pedía que mientras ella cocinaba le pusiera discos en la radio con los grandes éxitos de Mekano y Axe Bahía. Él no sólo imitaba lo que veía en la televisión, sino que inventaba sus propias coreografías. Bailaba en todas las reuniones familiares. Manuel, por su lado, prefería dibujar y, aunque se moría de ganas de bailar, en el contexto de su familia más conservadora se auto censuraba.

"Esto no sólo tiene que ver con el arte de bailar. Esto es un acto político", explica Manuel. "Nos paramos en el centro de la ciudad, dos hombres homosexuales, a desafiar las reglas de un arte tradicional que dicta que sólo se ejecuta entre un hombre y una mujer. Y nosotros demostramos que no es así, que el género a la hora de bailar no tiene relevancia", dice Felipe.

Esta decisión nació a partir de sus historias personales. De sus propias luchas. Cuando en el recreo del colegio de hombres al que asistió Felipe ponían música, él era el único que no corría tras una pelota y se paraba al medio del patio moviéndose al ritmo de las melodías. Las miradas inquisitivas de sus compañeros lo inspeccionaban con terror, con prejuicios. "Maricón", le dijo uno de los escolares cuando estaban en octavo básico, agarrándolo por el cuello y amenazándolo con una corta pluma: "Te voy a matar a la salida". Felipe se llenó de miedo. Sintió de repente que no quería bailar más, que había algo malo con él. Pasó un año sumergido en una terrible depresión, aguantando las burlas de los otros niños, aún antes de que él mismo se identificara como gay. Repitió el curso, dejó de ir al colegio, dejó de bailar. Felipe regresó a estudiar medio año después, pero con él volvieron las agresiones. "Esto nunca se va a terminar", se lamentó. "Tuve que entrar en la misma dinámica de violencia para que me respetaran. Me transformé en el cola del colegio, pero me gané el respeto. Así funcionaban las masculinidades", recuerda.

Manuel, por su parte, era un excelente estudiante y respondía con una negativa cada vez que alguien le preguntaba si era homosexual. Era bueno en matemática y su familia esperaba que fuera ingeniero o eligiera una carrera tradicional. Un día, en vivo y en directo, frente a las cámaras del extinto programa El diario de Eva, le pidió pololeo a una niña.

Ambos se conocieron recién al entrar a estudiar teatro, pero no se hicieron amigos inmediatamente. Incluso, al principio competían en las alianzas y no se caían muy bien: ambos bailaban folclore y mostraban sus destrezas en el escenario, hasta que en 2014 compartieron un curso en común y descubrieron que tenían química. Para Manuel, Felipe fue su primer pololo. Y mientras ensayaban para su ramo de bailes de salón, se dieron cuenta de que además de la química romántica, tenían una química en la pista de baile. Una profesora les aconsejó que salieran a las calles a hacer su arte y les regaló un par de zapatos a cada uno, que todavía usan. Fue ella también quien les inventó el nombre.

La primera vez que decidieron hacerlo, se pasearon por el barrio Bellas Artes durante horas antes de elegir una esquina para debutar. Muertos de pánico, después de bailar recibieron aplausos y colaboraciones de los espectadores. Y de a poco se empezaron a hacer conocidos en el barrio. Incluso daban clases de bailes de salón a otros estudiantes universitarios afuera del GAM. En 2017, tres años después, terminaron su relación sentimental. El quiebre fue dramático y nada musical: no querían hablar, ni mucho menos verse, pero tenían presentaciones agendadas en bares e incluso los llamaron para bailar en el programa busca talentos de los hermanos Peralta en Chilevisión "Imparables". El dúo apenas hablaba entre sí. Esquivaban las miradas, evitaban conversar de más, pero igual se presentaron en el escenario del show televisivo. "No son bailarines", sentenció uno de los jurados cuando el par bailó un rock n' roll. Ese día Zuingers colgó los zapatos.

Pasó un año para que Manuel y Felipe, egresados de teatro, sin trabajos muy estables y con Felipe estudiando danza tras haberse ganado una beca en la Escuela Moderna, volvieran a hablar. "Necesitaba plata", dicen a coro, y se largan a reír cuando recuerdan  cómo volvieron a ser pareja, pero sólo de baile. Y aunque confiesan, ambos, que trabajar con una ex no es fácil, asegura que tampoco es imposible. "Lo conozco y él me conoce perfectamente. Entonces descubrimos cómo tratarnos, cuándo escucharnos y cuándo hacer oídos sordos. Este es nuestro trabajo y es algo que amamos hacer", dice Manuel.