Mi abuelo materno tuvo solo hijas mujeres. Eran cinco, todas con una diferencia de 2 o 3 años. Él era literalmente como el rey de la casa. Mi mamá siempre cuenta que en las tardes, cuando volvía del trabajo, lo hacía tocando la bocina desde la esquina de la calle. Y ella y mis tías, apenas escuchaban ese sonido, corrían a la puerta a recibirlo. Una le llevaba las pantuflas, otra le recibía la chaqueta y la otra el maletín. Él pasaba al baño a lavarse las manos y se iba directamente a la cabecera de la mesa a esperar que le sirvieran la comida.

Esa herencia fue fuerte y muy marcadora. Me acuerdo de que cada vez que íbamos a su casa, a ninguno de nosotros, sus nietos, se nos habría pasado por la cabeza usar su puesto en la mesa. Era intocable. Y obviamente era el primero al que le servían. Pero no solo eso, nos dábamos cuenta inmediatamente cuál era su plato porque siempre era el más grande. Yo en ese tiempo no me lo cuestionaba mucho, es más, cuando mi abuela nos pedía -solo a mí y a mis primas mujeres- que ayudáramos a servir, seguíamos el mismo patrón. Al tata primero, luego a los tíos y al final a las tías. Después nos íbamos a la 'mesa del pellejo', como le llamábamos al lugar que armaban para las nietas y los nietos.

Mi mamá y mis tías siguieron perpetuando esta tradición con sus maridos. A pesar de ser todas mujeres con carácter, incluso un par de ellas con ideas feministas, el tema de la mesa y sus rituales es algo que tienen demasiado internalizado. En la casa de mi mamá, por ejemplo, su marido es el que se sienta en la cabecera en los almuerzos y se instala ahí de principio a fin. Si hay que ir a buscar algo que quedó en la cocina, obvio que no es él el que se levanta a buscarlo. Y para todos los que estamos allí sentados es lo más natural del mundo.

Soy la tercera generación de esta historia y debo reconocer que si bien en mi casa muchas de las tareas se reparten (aunque no el cien por ciento), me he pillado varias veces sirviéndole a mi marido el mejor plato. También tiene la cabecera asignada, pero no es inamovible como lo era para mi abuelo.

Todo esto podría parecer una tontería, finalmente estamos hablando de un lugar físico en la mesa y de más o menos comida en un plato, pero desde que descubrí el feminismo, justamente son ese tipo de cosas las que más me cuestiono.

¿Por qué una persona se merece un mejor plato que otra? ¿Por qué nosotras teníamos que servirles a los hombres y ellos esperar sentados la comida? Algunas veces le he preguntado a mi mamá por qué lo hace y su respuesta es que es un simple regaloneo. Y creo que ahí está el mayor problema; el que una situación que por donde se la mire es machista se justifique como una expresión de amor.

Yo sé que para una mujer es mucho más grave que le paguen menos por hacer el mismo trabajo que un hombre o que no pueda salir tranquila y segura a la calle, pero las tradiciones machistas que tenemos dentro de nuestra casa hacen tanto o más daño que las que son evidentes para todos.

Tengo un hijo y una hija. Todavía son chicos como para asumir roles como poner la mesa o llevar los platos, pero me propuse que apenas comiencen a hacerlo, les repartiré las tareas por igual. Aunque para mí siga siendo normal que el marido de mi mamá se coma el plato más grande y mi tata se siga sentando en la cabecera, no quiero que mis hijos perpetúen este modelo.

Cecilia Riveros tiene 40 años y es enfermera.