A los 17 años tenía un pololo poco serio del que quedé embarazada. Al enterarnos, ambos sentimos un desapego profundo y recíproco. Llevábamos poco menos de un año juntos y nuestra relación estaba marcada por el poco compromiso que ambos nos demostrábamos. Los dos nos creíamos demasiado buenos como para embalarnos en algo tan serio, así que ni siquiera nos presentamos a nuestras familias y solo un grupo de amigos conocía nuestra relación. Ambos queríamos ser lo más libres posible. Y es que en ese entonces yo era una adolescente desbordante que quería comerse el mundo.
Me di cuenta de que estaba con atraso cuando una amiga, a modo de secreto, me comentó que tenía la sospecha de estar embarazada. Entré en pánico inmediato y traté de autoconvencerme de que esa no sería mi realidad. Moría de miedo con solo pensar en que ella pudiese ser yo, sin embargo, mi periodo era regular y nunca antes se había atrasado. Recuerdo haber sentido una angustia que pocas veces he vuelto a sentir. Estaba perdida y aunque siempre me había rodeado de gente, no sabía a quién recurrir.
Una semana más tarde, y después de mucho pensarlo, decidí contarle a uno de mis hermanos mayores. Sabía que él me daría un buen consejo y que la dirección que pensara para mí se sentiría la correcta. Y no me equivoqué. Él me contuvo y me apoyó sin cuestionamiento alguno. Ese fue el empujón que necesitaba para contárselo a mi círculo cercano. Todos tuvieron una reacción maravillosa; me llené de abrazos, regalos y felicitaciones. Ahora entiendo que lo manejaron de esa forma no porque estuvieran realmente felices, sino porque priorizaron mis emociones y las de mi hijo. Y eso siempre se los agradeceré.
Ambas familias nos apoyaron incondicionalmente, pero siempre sentí que nadie confiaba en mis capacidades como madre. Constantemente me vi cuestionada frente a la liviandad con la que creían me tomaba mi embarazo. Ese año, yo estaba en el centro de alumnos de mi colegio, en plena revolución pingüina, y me oponía rotundamente a dejar de hacer mi vida por estar embarazada. Fue así como los primeros meses de embarazo, sin medir riesgos ni tomar los consejos de mi familia, me los pasé en marchas, arrancando del guanaco y asistiendo a largas asambleas.
Con el tiempo, comencé a vivir mi proceso de manera más interna, porque descubrí que mis amistades no eran tan fuertes y que yo era insegura. Eso me llevó a replantearme la vida entera a mis cortos años. Sufrí mucho pensando en que no sería capaz. Sabía que había situaciones más dramáticas, niñas que en mi condición eran maltratadas por sus padres o absolutamente abandonadas, pero no lograba consolarme. Sabía que tenía la contención, pero también ya había asumido que no volvería a mis libertades de antes, lo que me provocaba una pena profunda y desmedida. Había visto durante toda mi vida a mi mamá esforzarse y posponerse por nosotros. La admiraba y amaba más que nunca, pero me preguntaba cada día si el resto de mi vida solo sería esforzarme por mi hijo y olvidarme de mí para siempre. Tenía terror de que todos me juzgaran por sentirme así o por intentar hacerlo distinto.
A esto se le sumó que pasé el embarazo completo sin el papá de mi guagua, ya que apenas supimos que estaba embarazada nos apartamos. Yo sentía un rechazo poco explicable hacia él y, por su parte, él sostenía que esta situación le cortaba las alas. Durante ese periodo, solo supe de él por su familia, que a esas alturas ya era también mi familia y siempre fueron muy respetuosos frente a cualquier circunstancia o comentario que me hiciera sentir incómoda. La situación era bastante desafiante y reconozco que mi inmadurez no sumaba mucho. A ratos era la consentida de todos y al minuto nuevamente era la mujer que se sentía capaz de tomar sus propias desiciones. Nadie me entendía, pero decidieron acompañarme y contenerme así.
Internamente, sentía que a mis 17 años salía del capullo familiar a pararme frente al mundo sin rumbo, mientras tenía un bebé creciendo. Ahora, 13 años después, entiendo que no solo mi hijo crecía, sino que yo también crecía a pasos agigantados con él. Cuando nació y lo vi por primera vez, sentí un amor poco descriptible, uno que sale por las entrañas, que se siente en el corazón y en el estómago, como un huracán que pareciera se va a desbordar. Y fue ese el minuto en que decidí que debía esforzarme cada día por ser una mejor persona para él.
Durante su primer año me di cuenta de quién era como mujer. Volqué mi vida hacia su crianza sin limitarme y fue agotador, pero me sentía plena al hacerlo. Mi familia decidió respetar mi decisión. Con mi ex seguíamos separados y nuestras familias llevaron de manera maravillosa nuestra relación como padres a distancia. Él había vuelto con su ex polola y yo tenía cero ganas de retomar la relación. Nos mantuvimos separados hasta que nuestro hijo cumplió 11 meses. Una conversación fue lo que nos llevó a descubrir que habernos apartado había sido una mala idea. Y decidimos conocernos de nuevo. Ahora, además de ser más maduros, compartíamos el amor por un ser que solo nos daba felicidad.
Cuando tenía 21 años nos casamos y en los siguientes seis años tuvimos tres niñitas más. Mis otros embarazos fueron distintos: felices, libres y llenos de amor entre nosotros. Sin cuestionamientos y vividos muy a concho.
Siempre digo que mi hijo me mostró que la madurez va de la mano con el amor propio. No basta sólo con amar a los hijos ni con que tu familia te ame; es indispensable creer en uno y saber de lo que somos capaces, aunque el mundo completo no lo crea. El día en que fui madre decidí amarme, prioricé mi vida y la reconstruí a mi modo. No dejé que nadie se metiera en mi crianza. Por supuesto que tomé consejos, pero las decisiones fueron propias.
Mi hijo mayor tiene 12 años y es un niño excepcional, valiente y con una empatía de la que aprendo a diario. Me hace sentir que todo el esfuerzo ha valido la pena. Lo sigo amando con la intensidad del primer día y cuando veo sus ojos siento como si viniera saliendo de mí. No tengo la certeza de estar haciéndolo tan bien como me gustaría, pero sí la convicción de que a los 17 años le entregué mi corazón entero y me dejé moldear por la magia que traía para mí. Él es quien me enseñó a amar.
Camila tiene 30 años y es mamá de 4 hijos.