No sé si es porque fui a un colegio en el que la enseñanza era tradicional y más bien machista, pero siempre quise ser mamá. Y aunque uno de los objetivos del colegio era que entráramos a la universidad a continuar nuestros estudios, yo siempre prioricé casarme y formar una familia.
Me puse a pololear en séptimo básico, a los 13 años. Y estuve en esa relación hasta los 23, edad en que había comenzado mi segunda carrera profesional con cambio de universidad incluida. Hasta ese momento, siempre pensé que mi vida la iba a construir con esa pareja. Imaginaba nuestro matrimonio y a nuestros hijos, como si fuera lo más normal. Cuando terminamos definitivamente y él se emparejó con otra persona, comencé a desarmar la idea preconcebida que tenía sobre mi vida, una vida que lo incluía a él en todos los escenarios. Para eso tuve la ayuda de diferentes terapias y profesionales que me me entregaron las herramientas para definirme y descubrir quién era yo; ahora una persona sola y con muchas opciones de cumplir sus sueños.
Pasaron los años y con ellos muchas parejas. Nunca pude superar la constante necesidad de estar con alguien y entregar amor a otra persona. Conocí a varios hombres, pero ninguno con el que pudiera proyectar el futuro tan lindo que había visto con mi primer amor. Hasta que llegó. No éramos de la misma región, pero pese a la distancia y a los problemas económicos que nos atacaban por estar recién titulados y ser cesantes, logramos sacar adelante una relación seria, comprometida y con proyección a futuro.
Casi al cumplir el año de relación sufrí de una enfermedad que puso en riesgo mi vida junto con todos mis sueños y metas por cumplir. En ese momento aún estaba en mi mente y mi corazón el gran sueño de ser mamá, casarme y formar una hermosa familia. Una idea que en ese momento tenía posibilidades de hacerse real porque él me lo expresaba, sin embargo, todavía priorizaba otras cosas antes que la paternidad.
Luego de someterme a una complicada cirugía cerebral, comenzó una terapia intensa tanto física como psicológica para lograr recuperarme, siempre acompañada de mi pareja y mi familia. Con el pasar del tiempo me recuperé en gran medida gracias a la ayuda que él me dio, porque era profesional de la salud y, además de voluntad, tenía los conocimientos para poder ayudarme a superar las secuelas y salir adelante.
Todos estos acontecimientos determinaron severamente el curso de nuestra relación. Y si antes existía la posibilidad de que hiciéramos una vida juntos, ahora me parecía impensado seguir mi vida sin él. Mis sueños de casarme y formar una familia lo incluían a él, y sólo a él. Y al pasar el tiempo, él también compartió ese sueño de ser padre conmigo.
Dos años después de mi enfermedad, me cambié de región para poder vivir juntos y hacer una vida como familia. En ese momento ambos queríamos tanto ser papás, que nos sentíamos desesperanzados y tristes porque no ocurría pese a que ya nos habíamos dejado de cuidar hace un buen tiempo. Pero fue cuando dejamos de insistir y nos cansamos de desilusionarnos con cada período menstrual que llegó el momento. Cuando quedé embarazada fue como un sueño. En vez de llorar porque no estaba embarazada, llegaron los nervios y la ansiedad de saber si era real, si de verdad estaba embarazada. ¿No debía sentirme diferente? ¿Dónde estában mis síntomas del primer trimestre? Estábamos felices, pero también preocupados. Aún no alcanzábamos la estabilidad económica y profesional que deseábamos antes de ser padres. Sin embargo, decidimos esperar a los tres meses para compartir la noticia con nuestra familia.
Cuando llegó esa fecha y lo hicimos, todos estaban muy felices y contentos con la llegada de un nuevo integrante. Salvo en casa de mis padres, donde sentí que la alegría no fue la misma. No es que no estuvieran contentos, sino que viendo todas las variables a considerar cuando uno decide tener familia nosotros no cumplíamos con los requisitos mínimos y eso les preocupaba.
Los primeros dos años pasaron muy rápido, tanto así que nos olvidamos de nuestra relación de pareja e intereses personales. Ya no compartíamos ningún sueño y dejamos de crecer juntos pues creíamos que ver la felicidad de nuestra hija mientras crecía era suficiente para seguir adelante. Lamentablemente no era así. Con mi pareja cada vez estábamos más lejos y compartíamos menos cosas.
Poco a poco la convivencia se hizo cada vez más difícil. Nuestra hija crecía y era una niña feliz, sin embargo, sentía que a pesar de haber cumplido mi sueño de armar mi familia, yo no lo era. La maternidad era una experiencia hermosa, pero también muy ingrata y solitaria. Mi vida como la conocía dejó de existir. Ya no podía vivirla como antes, ya no podía salir cuando necesitaba o simplemente se me antojara.
Me empecé a dar cuenta de que eso no era lo que esperaba de la maternidad y llegué a la conclusión de que si había cumplido ese sueño, lo iba a vivir a mi manera, dejando de lado todo lo que no me pareciera, incluyendo pareja, amigos, familia y algunos conocidos. Y empecé un proceso de reconstrucción de mi visión soñada, esta vez convencida de que lo podría hacer sola.
El proceso no ha sido fácil y aún estoy trabajando en esto, pero poco a poco mi hija se da cuenta de que nos tenemos mutuamente y podemos contar siempre la una con la otra. Mi amor por ella es único. Es un amor que no tengo palabras para describir, que es más grande que todo y mucho más lindo que lo que imaginé. No se trata de embellecer la maternidad y decir que todo es perfecto, porque obvio que no es así, pero a pesar de que fue diferente a como lo tenía pensado, fue perfecto. Porque la tengo a ella.
Catalina tiene 32 años y es nutricionista.