La casa en que crecí está en la calle Gaspar Banda, en San Miguel. Llegué ahí en los noventa, cuando todavía no cumplía dos años, pero había sido el hogar de mi papá con sus hermanos y mis abuelos en la década del sesenta. Cuando todos ellos se fueron a vivir a Australia, la casa pasó a ser nuestra. Viví toda mi infancia y adolescencia ahí junto a mis papás, mis cuatro hermanas y mi único hermano hombre.
Si bien hace muchos años que la casa se pintó de blanco, yo la recuerdo celeste, el color que tenía cuando era niña. Más que la estructura y los materiales con los que está hecha, recuerdo los olores, las imágenes y las sensaciones de vivir allí: la radio siempre prendida, el olor a cera en el piso de madera, los cuadros de Marilyn Monroe en el comedor, el frío que nos hacía andar con chaleco en invierno aún cuando la estufa estuviese prendida y la enredadera que plantó mi mamá dentro de la casa y que cubría gran parte de la pared del living.
Como éramos una familia grande y la casa era muy antigua, habían cosas cotidianas que requerían de bastante organización. Los días de semana teníamos que ponernos de acuerdo para ver quién usaba el baño primero. No todas las llaves funcionaban bien y las duchas tenían que ser cortas porque se acababa el agua caliente del termo y dejabas a los demás sin posibilidad de bañarse. Con tanta gente en una casa tuvimos que aprender a ser ordenados porque si no, la rutina se convertía en un caos. Los siete integrantes de la familia teníamos nuestro puesto asignado en la mesa –cosa que mantenemos hasta el día de hoy cuando vamos de visita-, pero además, cada uno tenía su rol en la preparación de comida, sobre todo a la hora del té. De mis hermanas, la que tenía el mejor pulso llevaba los platos a la mesa y las tazas de cada uno, la más minuciosa picaba las verduras y la con paciencia se encargaba de tostar el pan. El que se sentía culpable por haber llegado al último cuando todo estaba listo, molía la palta. Hasta hoy somos un equipo eficiente que puede armar una once en 15 minutos.
Cada rincón de la casa guarda una anécdota o una historia. Me acuerdo que a los 5 años mis papás, entre tantos niños, me olvidaron al salir y yo esperé sentada en el living con una calma sorprendente para mi edad, confiando en que volverían a buscarme. O cuando a mi hermana le regalaron para Navidad una pelota de las Tortugas Ninjas que duró sólo unas horas porque mi hermano le pegó un puntapié y cayó en el rosal, o cuando yo misma caí a las rosas mientras andaba en bicicleta. En el patio teníamos un juego de muebles de terraza metálicos que fueron restaurados varias veces, por mi abuelo primero, por mi papá y después por mí. Y teníamos un jardín grande en forma de ele con muchas plantas, porque a mi mamá siempre le han encantado. Había un nogal y un damasco, y con las frutas de esos árboles se hacía mermelada en el verano y queques en el otoño. Mi mamá siempre fue muy buena para cocinar, ella demostraba su cariño preparándonos cosas para comer. Cuando te cocina algo siempre es en cantidades bien grandes. Cuando llegábamos del colegio nos esperaba con el almuerzo listo- Era lo máximo para nosotros si nos dejaba comer viendo tele, pero eso era algo bien excepcional. Recuerdo que los fines de semana nos íbamos a escoger películas para arrendar en el videoclub en VHS y las veíamos con todos mis hermanos, apretados en la cama de mis papás, con algo rico para comer.
Creo que una de las cosas más especiales de esa casa es que hasta hoy sigue siendo el espacio de encuentro para un grupo familiar grande, con personalidades muy diferentes y con estilos de vida distintos. Es nuestro punto en común. Ese es el lugar que siento como mi hogar, aunque en estricto rigor ya no lo es. No vivo ahí hace varios años, pero siempre digo que soy sanmiguelina de corazón. Cuando hablo de mi casa, me refiero a la de Gaspar Banda, en la que siempre suena música fuerte y en la que nos reunimos todos los domingos en una sobremesa eterna.
Martina Arratia (31) es diseñadora y practica yoga iyengar.