Paula 1198, Especial Madres. Sábado 23 de abril de 2016.
No tengo claro qué tan chico era cuando mi mamá me llevaba a sus prácticas de karate en el Dojo, de Enzo Ramírez. Era una casa antigua, llena de árboles y enredaderas que la cubrían. Yo me quedaba jugando en el jardín mientras ella hacía su clase y, algunas veces, los miraba y trataba de imitar algunos movimientos sin que nadie me viera.
Poco tiempo después dieron en televisión la película Operación Dragón, de Bruce Lee. Mientras la veía supe inmediatamente que ese sería mi camino, que las artes marciales se convertirían en el sentido de mi vida. Mi mamá captó de inmediato esa motivación y me consiguió ser parte de un grupo en el barrio que tomaba clases con un maestro. Estoy eternamente agradecido por ese gesto.
Después de un tiempo entrenando con ese profe, quería cambiarme a una escuela de kung-fu y recuerdo que ella me ayudó a encontrar el lugar en el que entrené por un par de años. En la etapa escolar mi único interés era practicar artes marciales y teníamos tardes de deporte en que los entrenamientos de rugby empezaron a ser cada vez más intensos. Yo estaba en el equipo A en ese momento y tuve que renunciar a las prácticas y al viaje a Inglaterra con mis compañeros. Para lograrlo, una vez más tuve el apoyo de mi madre, quien me redactó una carta autorizando mi rechazo a las actividades deportivas del colegio para poder dedicar las tardes a mis entrenamientos.
Mi mamá me enseñó a no postergarme, a no dejar que roben mi tiempo. Ella no se rige por la norma social. Por eso a veces es juzgada de "loca".
A los 19 años me fui a México, por lo que perdimos contacto por un tiempo. Nunca me juzgó por eso. Nunca me reprochó mi ausencia. Cuando llegué a Estados Unidos un año más tarde, se le ocurrió irse a vivir conmigo seis meses. Yo accedí inmediatamente. Vivíamos en un pequeño departamento en Los Ángeles. Ahí tuvimos el tiempo para compartir desde otro lugar, como dos amigos que se acompañan en un momento puntual de sus vidas. Cocinábamos dietas estrictas, ya que estaba en un entrenamiento muy intenso. Ella siempre se alineaba con el proceso. Y, cuando ya no aguantaba más, cruzaba a la tienda del frente y se comía a escondidas unos sándwiches helados de chocolate (los mismos que hoy día tiene en su refrigerador) para no tentarme.
Cuando yo me iba a entrenar, ella se quedaba leyendo o escribiendo, ya que en esa época estaba trabajando en un libro. Hoy sigue dedicando su tiempo creativo a escribir, a pintar y a colaborar con mis películas. Siempre independiente, nunca me pide nada, nunca necesita nada, ella se basta a sí misma. Y eso es lo que más admiro de ella: su capacidad de navegar días y noches en el interior de sí misma".