Vi El jardín secreto –la versión de 1993, dirigida por Agnieszka Holland y protagonizada por Kate Maberly– cuando tenía 10 años. Mary Lennox, el personaje principal de ojos grandes, también tenía esa edad y desde su primera aparición en la película sentí mucha afinidad con ella. Era una combinación de una niñita malcriada e incomprendida, marcada por la tristeza de haber perdido a ambos padres, pero también por una profunda soledad que a ratos ella misma elegía –ese sería un análisis posterior–, pero había algo en su mirada intensa y su permanente expresión de enojo que me cautivó desde el comienzo. Y así, mientras sus compañeros se reían de ella y le cantaban "Mary, Mary quite contrary", mi interés por ella aumentaba.

Nuestras realidades eran distintas: yo no había perdido a mis papás en un incendio en la India y no me estaban mandando a Inglaterra donde un tío desconocido. Tampoco era huérfana. Y si bien era enojona, había tenido una infancia rodeada de amor. Más que eso, había tenido la posibilidad de manifestar libremente mi alegría, mis temores y mis penas durante esos primeros años. Posibilidad que Mary, por haber tenido que enfrentar una situación difícil siendo muy chica, no había tenido.

Pero aun así, habían factores en común. Ella era curiosa, igual que yo. Y había un impulso y una determinación: quería ver, quería conocer y quería transgredir lo impuesto. Y teniendo toda una mansión para recorrer, su interés se volcaba hacia la parte que estaba cerrada bajo llave. Quería entrar, a toda costa, y ninguna advertencia de las criadas la detendría.

También había una tristeza que se le asomaba –y que a ratos se intensificaba– pero por ningún motivo optaba por mostrar sus emociones o pedir ayuda. Más bien se guardaba todo adentro y permanecía en silencio. Y eso me llamaba la atención. Era atípica, eso ya lo había entendido. Era seria. Un poco porque quería, pero también porque había tenido que desarrollar mecanismos de defensa de manera muy temprana para poder escudarse del mundo. Un mundo que le había mostrado de muy chica lo oscuro que podía llegar a ser. Pero más que eso, era la incapacidad de encasillarla lo que la transformaba en presa fácil de burlas.

No era, por ningún motivo, la niñita buena de los relatos victorianos. Tampoco la optimista Heidi. Ni los niños ingenuos de Peter Pan que no querían crecer. Tampoco era perfecta como Mary Poppins, y estaba destinada a ser más bien una niña solitaria. Hasta que tuvo, ella también, la posibilidad de bajar la guardia y derrumbar su muralla defensiva. Y ese vuelco, en mi visión precoz, fue una de mis primeras lecciones de vida. De esas genuinas, marcadas por las cosas realmente importantes de la vida, que hasta entonces no había tenido la oportunidad de ver.