Si miro mi niñez y adolescencia no logro encontrar qué fue lo que pasó con mi auto imagen, cuándo dejé de amarme y de encontrarme bonita. Recuerdo mis primeras fiestas a los 13 años y veo cómo me costaba elegir la ropa adecuada y sentía que nada me quedaba bien. Pasaba horas llorando y odiándome. De niña fui objetivamente rellenita e hice mi primera dieta -con supervisión médica y de mi mamá- a los nueve años. Ahora lo pienso y lo veo como una locura. ¡Tenía 9 años! Pero crecí en los 90s y 2000s, tiempo en que los estereotipos físicos para las mujeres fueron muy fuertes y que me llevaron a pensar que si no lograba ser flaca y linda, por más inteligente que fuese -nunca he dudado de mi inteligencia-, no iba a encontrar a alguien que me amara. Qué equivocada estaba.
Crecí así; entre mil dietas y haciendo ejercicio por obligación, no para ser sana o fuerte, sino contando calorías y odiando lo que veía en el espejo. Además, tenía una presión enorme porque estudiaba en un colegio donde había muchas niñas que calzaban en el canon de belleza caucásica: rubias, altas, delgadas. Al moverme en ese círculo, sentía mucha más presión por adelgazar. Pero nunca hice una introspección ni fui capaz de aprender a amarme, de amar a mi cuerpo. Siempre lo odié.
Conocí a un hombre maravilloso en las vacaciones de invierno de mi primer año de universidad. Uno que nunca me exigió nada, que siempre me comentó lo linda que me encontraba. Y hemos estado juntos por 11 años, en los que he tenido muchas variaciones de peso y de amor propio. Él en este tiempo me ha amado incondicionalmente, sin nunca hacer un comentario negativo de mi cuerpo o apariencia.
Cuando llevábamos cuatro años casados, sentí que era el momento de dar un paso más allá y decidimos ser papás. Y fue rápido. No alcancé ni a ponerme en campaña cuando estaba embarazada. Eso hizo que volvieran todos mis fantasmas respecto a mi cuerpo. Estuve un buen tiempo preguntándome cuánto engordaré, lograré bajar de peso después, qué debo comer. Como siempre he pasado de ciclos de dietas muy estrictas a frustraciones donde me libero y como de todo (siempre con culpa), en el embarazo no sabía cómo alimentarme, y entonces me di varios permisos con la comida. Pero desde el nacimiento de mi hijo no soy la misma. Y no lo digo por la maternidad, que evidentemente es lo más desafiante, cansador e intenso en emociones que he vivido; lo digo porque el parto me cambió para siempre. Fue ese hecho revelador lo que necesitaba para empezar a mirarme como un ser integral.
El trabajo de parto fue rápido. Empecé con dolores que se fueron intensificando a las 5:30 am. Y lo único que me alivió fue la tina tibia. Y es que es por lejos el dolor más intenso que he sentido en mi vida. Mi marido me decía que fuéramos a la clínica, pero yo tenía miedo a que me enviaran de vuelta porque siempre me visualicé como alguien débil en lo emocional y en lo físico, como alguien incapaz de tolerar ningún dolor. Horas después, llegamos a Urgencias y mientras él se estacionaba, me atendieron. Fue ahí cuando la matrona me dijo impresionada: "Le veo el pelo a tu guagua, ya tienes 8 centímetros de dilatación". Quedé impactada. Nunca pensé que era capaz de aguantar tanto y que llegaría tan avanzada. Rogué por anestesia y cuál película me sentaron en una silla de ruedas y corrieron conmigo hacia la sala integral de parto.
Cuando estuve lista, empecé a pujar y de nuevo sentí que no era capaz. Grité que no podía, pero el doctor me dijo: "Está acá, sácalo". Y yo misma terminé de hacerlo. Mi hijo estaba húmedo y tibio, y por primera vez en mi vida sentí empoderamiento en mi cuerpo. Con su nacimiento no solo nació mi amor por él y mi nuevo rol como mamá, sino que también renací yo como mujer.
Desde ese 12 de junio de 2018 la percepción sobre mí misma cambió para siempre. Me siento más fuerte física y mentalmente que nunca. El parto abrió algo en mí que nadie podrá callar: me hizo entender que este cuerpo, que tanto he odiado y he comparado con otros, es uno poderoso y capaz de todo. El parto hizo que lo abrazara y no quisiera soltarlo más. Ahora sé que tengo que darle gracias, porque fue capaz de dar vida, hacer crecer y traer al mundo al ser que más amo. Tanto le agradezco, que amo a las seis pequeñas estrías que aparecieron en la semana 36, y que en ese minuto fueron un factor de estrés. Son mis heridas de guerra, un símbolo de lo fuerte que soy.
Desde el nacimiento de mi hijo he podido ir configurando mi auto imagen, conociendo mis límites y mis capacidades. Me siento más real, más empoderada, más agradecida. No voy a mentir, aún me cuesta mirarme desnuda al espejo, aún quiero siempre pesar menos, pero algo cambió. Me he puesto metas y las he logrado, he decidido seguir mis sueños e instintos y hasta ahora hago ejercicio por lo rico que es y no por quemar calorías.
Daniela (30) es mamá y socióloga.