En el tiempo que demoré en hacerme un café y sentarme a escribir esta columna, el chat de apoderados de mi hija menor -de 5 años- ya tenía 18 mensajes. Lo había revisado hace no más de 20 minutos. Así ha sido desde hace una semana, fecha en la que suspendieron las clases y mismo tiempo en que yo comencé con el teletrabajo.

Los primeros días los padres compartían miles de ideas para hacer con los niños en la casa: talleres online de manualidades, yoga virtual e incluso me llegó uno de idiomas a distancia. Un papá mandó un link que hablaba de la importancia de no suspender los aprendizajes, porque de hacerlo, los niños podrían tener consecuencias a futuro. Era esa la razón por la que nos compartía una lista de ideas para ejercitar con ellos. Entre medio, otros enviaban datos de delivery -de frutas y verduras, principalmente- acompañados de recetas para armar almuerzos saludables.

Me considero una mamá muy relajada. No suelo llenar a mis hijos de actividades y si bien intento que coman bien, me parece que no pasa nada si una semana completa comen tallarines. Pero a pesar de mi habitual relajo, esta vez colapsé.

Al segundo día de teletrabajo, en un momento en que estaba en la mitad de una entrevista telefónica, uno de mis hijos entró gritando al escritorio porque habían peleado y la más chica lo había mordido. Mientras intentaba mantener la conversación con mi entrevistada como si nada pasara, le hacía muecas y gestos a mi hijo de 7 años -que estaba llorando- para que se fuera de la pieza.

Apenas terminé, salí gritando descontroladamente, como si estuviera poseída. Les dije que estaban castigados y que ninguno de los dos saliera más de su pieza en toda la tarde. Me miraron con una cara que creo que nunca voy a olvidar. Era una mezcla de susto y asombro. Luego todos nos quedamos en silencio. Volví a sentarme en el escritorio con las manos hirviendo de rabia y me puse a llorar. Era evidente que no se merecían ese castigo, ni menos esos gritos, pero yo estaba totalmente superada.

A pesar de ser siempre relajada, me di cuenta de que estaba cayendo en el estrés -fomentado por ese chat y lo que veía en redes sociales- de intentar que los niños vivieran una normalidad cuando en verdad nada de lo que estamos viviendo es normal. Las rutinas de todos han cambiado estos días y hay que asumirlo. Trabajar desde la casa y además pensar en actividades para que los niños estén entretenidos todo el día es imposible. O al menos demasiado desgastante. E intentarlo -a mi parecer- no tiene nada que ver con ser una buena o mala madre. Lo único que necesitan los niños de nosotras es que estemos estables emocionalmente para poder contenerlos cuando ellos lo requieran. Y sobre exigirnos nos lleva al lado contrario.

Mi lema ahora es: se hace lo que se puede y eso está bien.

Cada vez miro menos el chat, porque siempre está el miedo de recaer. Tampoco veo tanto Instagram, porque abundan las madres "perfectas" que cocinan comidas con todos los colores y nutrientes o que comparten las lindas manualidades que han hecho sus hijos. Incluso algunas han logrado trasladar sus rutinas deportivas al encierro. Bien por ellas, las felicito. Yo por ahora solo he logrado que mis hijos sigan vivos estas dos semanas. Y me atrevo a decir que con eso es suficiente.

Si quedan tiempos libres -como ocurrió el fin de semana- hacemos actividades juntos y las disfrutamos mucho, pero si no hay tiempo para hacerlas, cada uno ve cómo se entretiene. Mi casa es un caos, el living está lleno de juguetes y galletas molidas. Durante el día a veces nos gritamos y luego nos disculpamos. También nos reímos, ellos se pelean y luego juegan juntos otra vez.

El jueves logramos preparar legumbres y ensaladas, pero hoy nos conformamos con un sandwich con jamón y tomate. En eso estamos, viviendo, sobreviviendo y esperando que esto se pase pronto. Y cuando eso ocurra, habrá tiempo para ordenar y volver a estudiar.