“Tenía casi 19 años cuando me vine a Israel. Era la primera vez que viajaba sola y mis papás me dieron permiso solo con el compromiso de que, una vez terminados los 6 meses de mis estudios de danza, volvería a Chile y retomaría una carrera universitaria. De eso han pasado casi 10 años y, si bien he vuelto a Chile por temporadas, mi casa está hoy en Tel Aviv con mi pareja, nuestro perro Diego y la más nueva integrante de la familia: Lua.
Me enteré que estaba esperando a la Lua durante unas vacaciones en Chile. Fue muy intenso porque estaba sin Omer, mi pareja. Él tenía planificado viajar en unas semanas porque era la primera vez que conocería a mi familia en persona. Eso ya es una situación estresante para cualquiera pero a mí lo que me tenía desesperada era encontrar un momento del día en que Omer y yo pudiésemos hablar tranquilos para contarle la noticia. Si bien la Lua no fue un embarazo planificado, y nos pilló completamente por sorpresa —yo me había operado por endometriosis hace unos meses y me explicaron que tener guagua no sería tan sencillo—, desde el primer momento en que recibimos la noticia fue una alegría enorme para todos.
Mucho se habla del embarazo como una etapa mágica. Y lo es. Estás creando una nueva vida. Pero pienso que nos falta transparentar aún más lo difícil, intensa y agotadora que puede ser esa espera. Yo, como bailarina e instructora de pilates tenía una buena condición física y sentía que conocía mi cuerpo, pero nunca imaginé el impacto que tendrían en mí los cambios físicos propios de la maternidad, y también las aprehensiones propias del proceso. Si bien es lindo el embarazo en esos momentos en los que conectas con tu guagua, creo que hablamos muy poco de lo traumático que puede ser física y emocionalmente el proceso para una mujer.
A pesar de las dificultades, me mantuve activa hasta el último momento e impartí mi última clase presencial, aquí en un estudio en Tel Aviv, en mi semana 38 o 39. Recuerdo que en ese tiempo mi mamá ya había llegado desde Chile a quedarse con nosotros para compartir la esperada llegada al mundo de Lua. Al principio ella se preocupaba cuando escuchaba sirenas que resuenan fuerte en toda la ciudad a distintas horas. Los que llevamos aquí más tiempo sabemos que son una advertencia para ir a refugiarse a los espacios seguros de la ciudad o de tu propia casa porque hay posibilidad de un bombardeo. Yo, con casi una década viviendo en Israel me acostumbré a escucharlas y no me exaltan ni me asustan tanto como a ella.
Fue así, en medio de las sirenas y el otoño en Tel Aviv que nació Lua. Fue un parto natural, en el agua, tal cómo lo habíamos planificado con mi doula que, si bien es israelí, tiene mucho de latina también porque vivió muchos años en Panamá. Acá, la salud es pública y varios hospitales y clínicas tienen la implementación necesaria para partos en el agua. El problema es que están disponibles por orden de llegada. Afortunadamente mi Lua llegó un 14 de septiembre en el que pudimos estar los tres —mi pareja, mi doula y yo— en la piscina de parto. Y si bien el embarazo había sido un poco difícil para mí, el parto fue una experiencia completamente extraordinaria. Fue como subir al cielo y volver a bajar a la tierra pero con mi guagua en los brazos. Lua nació un poco más tarde de lo que esperábamos y, a pesar del parto natural, me tomó casi tres semanas poder volver a caminar sin sentir dolor.
Recuerdo que por esos días estaba muy entusiasmada de mostrarle a la Lua y a mi mamá todos mis lugares favoritos de Tel Aviv. En el sector en el que vivimos hay muchas áreas verdes, cafecitos y terrazas. Era un ambiente ideal para ese proceso de transición que es el post parto, en el que tu vida como mujer y mamá cambia por completo. Si bien en mi caso también han habido enormes cambios desde la llegada de mi hija, muchos se han dado de forma abrupta y por razones que jamás imaginé. El mismo día que planificamos salir por primera vez de paseo con nuestra guagua (que hoy tiene 10 semanas), fue el día en el que el mundo se dio vuelta para nosotros.
Recuerdo que eran cerca de las 5:00 a.m. y Lua estaba tomando su última leche antes de acostarla en nuestra cama, al medio, para poder regalonearla un rato antes de levantarnos. En eso, sonó una sirena de advertencia de bombardeo que nos avisa que, por nuestra ubicación, tenemos casi un minuto y medio para refugiarnos en el búnker más cercano. Yo no me preocupé demasiado porque muchas veces son solo advertencias, no llegan a ser una explosión. Sin embargo, Omer se despertó para revisar si había alguna información importante en internet. En su teléfono vio las notificaciones de mensajes de amigos y compañeros que habían ido al festival de música electrónica Nova que se organiza al sur de Tel Aviv, en un sector descampado del desierto cercano a la Franja de Gaza. Fue a través de esos primeros mensajes, en medio de la madrugada que nos enteramos que los asistentes al festival habían sido atacados y que, si bien algunos de nuestros amigos reportaban estar bien, de otros no lográbamos tener noticias. Este evento masivo celebra justamente la paz y la unidad pero ahora, solo sabíamos que todo había terminado de forma abrupta entre bombardeos y ataques por tierra.
Desde ese minuto hasta hoy —que han pasado más o menos 2 semanas desde el ataque—, la televisión de la casa no se ha apagado. No puedo evitar pensar que, probablemente, si no hubiese sido por mi embarazo y la llegada de Lua, nosotros también hubiésemos estado en ese festival en donde hubo más de 250 muertos y, además, muchos secuestrados. Además de otras pequeñas comunidades del sector que fueron atacadas sin distinción. Murieron hombres, mujeres, niños e incluso guaguas, como la mía.
Por supuesto, ese día mis planes de dar el primer paseo con Lua por la ciudad quedaron congelados hasta hoy. Mi mamá no pudo regresar a Chile porque su vuelo fue cancelado, como muchos otros vuelos comerciales. Y si bien han habido aviones que por razones humanitarias han llevado a chilenos de vuelta al país, mi mamá trabaja de forma remota y ha preferido quedarse y acompañarnos en este encierro.
Tel Aviv es hoy día una ciudad fantasma: casi todo está cerrado y no hay prácticamente nadie en la calle. Y lo más difícil de todo es el sentimiento detrás de esta situación. La pandemia por Coronavirus hace algunos años ya nos había hecho experimentar el encierro y la incertidumbre, pero hoy, cuando sales a la calle o te encuentras con alguien en el supermercado, es casi difícil saludar como se hace comúnmente y preguntarle a otro cómo está. Porque es muy probable que esa persona sea familiar o cercano a alguna de las víctimas. O que, incluso, tenga a alguno de sus seres queridos secuestrado todavía. Se siente un peso enorme.
A pesar de que el llamado es a resguardarse, y yo no salgo nunca sola de la casa, con la Lua hemos ido a todos sus controles médicos y, hace algunos días, fui a la playa, a cinco minutos de la ciudad. Poner los pies en el agua y tener ese momento para mí me ayudó a darme cuenta de lo afortunada que soy, porque hoy día mi hija está sana y porque además, tengo el apoyo de mi mamá y mi pareja para ir viviendo este proceso de la maternidad primeriza que, por sí mismo ya es complicado y demandante, mucho más difícil en un contexto de guerra.
Afortunadamente la Lua se ha acostumbrado a las sirenas y duerme a pesar del ruido. El que todavía sufre con ellas es nuestro perro Diego que se pone muy nervioso cada vez que escucha alguna. Mi idea de maternidad hasta ahora no ha sido lo que pensé que sería, para nada. Tenía planes de volver lo antes posible al pilates y al barre (la disciplina específica que practico y enseño), con mi guagua para compartir con otras mamás las adaptaciones que podemos hacer para incorporar el ejercicio en el post parto. Pero nada de eso se ha concretado producto de la incertidumbre y de la sensación constante de que algo puede pasar.
El único que sale todos los días a trabajar algunas horas es Omer y nosotras intentamos mantenernos positivas y con un buen ánimo en la casa porque no sé cómo el estar en medio de esta experiencia tan trágica le pueda afectar a mi guagua en el futuro. Hemos conversado también sobre la posibilidad de irnos y quedarnos con amigos en Creta que está a casi 40 minutos si la situación empeora. Pero, hasta hoy, no hemos llegado al punto de acordar cuál sería ese hito o esa última gota que rebalsaría el vaso para nosotros y que nos haría salir del país para resguardar la seguridad de Lua.
Yo he estado haciendo averiguaciones para gestionar una potencial salida de Lua del país porque no tiene pasaporte pero, hasta ahora es solo una alternativa de última instancia que esperamos no se concrete nunca”.