Siempre viví de manera tradicional. Al salir del colegio estudié publicidad, carrera que luego ejercí. Me iba bien y sentía que mi vida era como la de la mayoría de las personas, con preocupaciones más o menos similares y una manera de ver las cosas no muy diferente a la del resto. Tenía las aspiraciones que generalmente nos autoimponemos cuando somos y nos sentimos parte de una sociedad. Todo esto hasta que decidí ser mamá.
En el camino conocí a mi marido, nos enamoramos y decidimos casarnos. Tiempo después quedamos embarazados de nuestro primer hijo. Las cosas hasta ese entonces iban bien, mi embarazo fue normal y la gestación completa.
Recuerdo que en ese entonces mi mayor preocupación era qué pasaría cuando tuviera que regresar al trabajo al finalizar mi posnatal. Aunque era un futuro lejano -todavía faltaban seis meses para eso-, me angustiaba pensando en quién cuidaría de él en casa o si sería mejor que asistiera a una sala cuna. Se empezaron a asomar los primeros miedos sin embargo, nunca se vieron empañados por el enorme sentimiento de amor que crecía en mi interior.
El día en que decidió nacer, nos fuimos a la clínica e hicimos el procedimiento tal como lo habíamos programado. Ya se hacía realidad el momento que tantas veces había imaginado, y que se convertiría en el mayor regalo de mi vida. Iba a ser mamá y por fin podría ver la cara del hijo que había amado y custodiado por nueve meses.
Durante el proceso de parto las cosas se complicaron. Ese mismo día el neonatólogo nos indicó que el escenario era complejo y que sus primeras 24 horas eran cruciales. En ese momento no podía creer lo que me estaba pasando, sin embargo nos aferramos a la fe, a la vida y que de la forma que fuera, saldríamos adelante y nos iríamos con él a casa y lo amaríamos por sobre todas las cosas.
Cuando nos dieron el alta, nos llevamos la información también de que su desarrollo no sería como el tradicional de las guaguas. Debíamos empezar con terapia de rehabilitación cuanto antes porque no sabíamos lo que se vendría a futuro. Y de ahí en adelante todo se volvió cuesta arriba. Todo fue incertidumbre y expectativas. No sabíamos cómo sería su desarrollo ni qué pasaría cuando él empezara a crecer.
Pasaron los meses y los tiempos de mi hijo no eran iguales al del resto de los niños de su edad. Fue ahí cuando nos vimos de frente a una sociedad que ahora yo miraba diferente, de la que ya no me sentía parte como antes. Eso me enseñó a ver la normalidad como una estadística para poder definirnos. Ya no encajábamos en los parámetros típicos o tradicionales.
Así entramos a un mundo nuevo, desconocido hasta ese entonces, pero que finalmente se volvió nuestro mundo. Entendí que no tenemos el control de las cosas, aunque creemos que sí, pero que en realidad estamos en un constante aprendizaje y las enseñanzas llegan de las maneras más inesperadas.
Conocí la maternidad de la mano de un hijo que nació y ha crecido en condiciones distintas a lo esperado. Y me encontré abruptamente con la discapacidad. A partir de esta experiencia he decidido enfrentar y conocer el mundo de manera diferente, de una manera distinta a como lo conocí hasta antes de ser mamá.
Para esto inicié un proceso de búsqueda y sanación, enfocado en el para qué de las cosas más que en el porqué, con la intención de terminar con el sufrimiento y el desgaste de la victimización frente al llamado de que no sólo podemos ser lo que vemos y lo que nos pasa, sino que hay algo más. Y que sí existen respuestas y entendimiento frente a cada experiencia que vivimos.
Con esta mirada aprendí a vivir un día a la vez, abandonar el plan, las expectativas, los ideales y conectarme con la gratitud. Aprendí a confiar, a entregar el control. A conocer la aceptación y crecer con ella.
Nadie crece viviendo igual cada día. Y cuando dejamos de ver lo malo en lo diferente, dejamos entrar la luz y le cerramos la puerta al sufrimiento. Siempre es mejor ver las posibilidades en lugar de las limitaciones.
Cuando hablo de mi maternidad, digo que es una grandiosa maternidad. Agradezco las enseñanzas de cada día y el camino recorrido que me han regalado mis hijos, con todo lo que esto conlleve.
Patricia (38) tiene dos hijos. Es publicista y licenciada en Comunicaciones. Actualmente trabaja como terapeuta, vocación que conoció gracias a su maternidad.