Paula 1082. Sábado 5 de noviembre de 2011.
La conmemoración del Centenario del natalicio del pintor Roberto Matta (1911-2002) se traduce en cientos de exposiciones dispersas a lo largo de Chile. La más importante está en el Centro Cultural Palacio La Moneda: incluye alrededor de cien obras entre pinturas, dibujos y esculturas. Pero también hay una gran muestra en el Museo de Bellas Artes y en otros espacios de exhibición de Santiago y provincias. Estas exposiciones son, sin lugar a dudas, una oportunidad histórica para tener una visión amplia y compleja de lo que fue su prolífica obra pero, al mismo tiempo, dejan en evidencia la ausencia de una política cultural capaz de sostener a una figura tan gravitante. Porque Matta es el gran protagonista en el discurso del arte chileno pero, como suele suceder, el discurso no se traduce en institucionalidad.
Basta señalar que para hacer la muestra principal hubo que realizar arduas gestiones con museos del extranjero para que prestaran obras, pues el grueso del trabajo del artista no está en Chile. Las buenas intenciones no han sido suficientes. De hecho, en el año 2006 la entonces Presidenta Michelle Bachelet promulgó una ley que señalaba que en este 2011 (precisamente para celebrar su centenario) se realizaría un monumento en su memoria. También estipulaba el establecimiento de una comisión especial para su realización. Hasta el día de hoy no existe ni la comisión ni el monumento. Pero lo cierto es que no hay nada más alejado del espíritu rebelde y movedizo de Matta que la idea de convertirse en monolito. Además, él siempre tuvo una relación contradictoria con Chile. Cuando en 1990 ganó el Premio Nacional de Arte y se le invitó a recibirlo, contestó: "No, Chile está tan lejos y yo estoy viejo. ¿Por qué no les venden Chile a los japoneses y se compran un lugar más chico y cerca de aquí?". Consideró, ciertamente, que el reconocimiento llegaba tarde. Esos conflictos –emocionales, a fin de cuentas– marcaron su vida. Matta fue un hombre de grandes afectos mediados por grandes distancias. Así se transparenta en el reciente libro que la periodista Marilú Ortiz de Rosas escribió sobre la correspondencia con su hijo Ramuntcho. Pero las contradicciones van más lejos. Y tienen que ver con su origen familiar. Un tipo que a los 22 años deja para siempre su país y su familia, que pertenece a lo más encumbrado de la elite de un país donde, en ese momento, no existe movilidad social. El sentido de pertenencia, entonces, entra en conflicto con una mirada crítica frente a su propio origen. Mirada que le permite, precisamente, elaborar una obra que trasciende fronteras pero que arrastra el desasosiego.