Paula 1131. Sábado 28 de septiembre de 2013.
En 1999 pasaron varias cosas en mi vida. Presenté mi primer libro de cuentos, Vidas vulnerables, y cumplí 10 años con mi pareja de entonces, con quien teníamos una sensación de hogar formado, estable. Por eso, decidimos tener un perro.
Lo fuimos a buscar a un canil donde había una camada de perros beagle. Pusieron a Max en el pasto y él inmediatamente se puso a caminar y partió para cualquier lado. "Este salió andariego", nos dijo la persona del canil. Siempre me he acordado de esa palabra, porque es un perro al que le daban ganas de salir a todas partes. En ese momento, lo encontramos un perro simpático, vital, con cierta alegría de vivir. Así es que nos lo llevamos felices.
Como yo trabajo en casa, Max generó un apego particular conmigo y también pasábamos los veranos juntos en la playa. Lo más emocionante de todo fue sentir la compañía de él durante todos esos años, desde 2002, cuando empecé a escribir Madre que estás en los cielos, hasta 2013, al terminar de escribir La soberbia juventud, novela que presentaré el 1 de octubre. Todos los veranos, desde mediados de diciembre hasta principios de marzo, lo pasábamos Max y yo solos en mi casa arriba del cerro en Zapallar. Mi ex pareja iba algunos fines de semana, pero más del 80% del tiempo mi rutina era solo con Max.
La soberbia juventud, la última novela que escribió Pablo Simonetti en compañía de su perro Max, será presentada por la Editorial Alfaguara a partir de este 1 de octubre.
Allá es donde escribo siempre mis novelas. Las historias son como unos pulsos vitales que están dentro de ti y emiten unas ondas débiles pero persistentes que te acompañan hasta que terminas. Por ejemplo,, me demoré tres veranos en escribir La soberbia juventud. Y entremedio apareció la Fundación Iguales, dos años intensísimos en lo político, y así y todo nunca se fue la novela de mi mente ni de mis emociones. Cuando llegaba a la playa tenía que esperar 3 o 4 días antes de empezar a escribir. Porque Santiago se vive con ansiedad, es muy difícil poder oírte a ti mismo, mientras que allá se vive con calma, con la conexión que necesito para escribir.
El escritor Pablo Simonetti, junto a la tumba de su perro Max en el jardín de su casa ubicada en el sector de los cerros de Zapallar. "Cuando murió, publiqué una foto suya en Instagram, diciendo que sentí que él me regaló el final de esta novela y que estuvo conmigo hasta el último minuto", dice.
Con Max llevábamos una rutina bastante monacal. Todas las mañanas salíamos a caminar a la Quebrada del Tigre, 45 minutos de subida y 35 minutos de bajada, por una pendiente suave. Mientras íbamos caminando él se largaba a correr por los cerros, aullando detrás de los conejos. Era una caminata firme, de ejercicio. Volvíamos bastante cansados los dos. A las 11 de la mañana estaba ya instalado en mi escritorio, escribiendo. Max se echaba a mis pies, tranquilo, mientras yo escribía. Apoyaba la barbilla sobre mi empeine. Si yo lo dejaba, ponía las dos patas sobre mi empeine y, encima, la cabeza.
Empezaba a escribir en la mañana, pero el momento de mayor amplitud narrativa llegaba en la tarde. A eso de las siete, sin importar si yo estaba en medio de una escena importante, Max me empezaba a tocar la pierna con la pata. Primero uno, después dos, tres toques, y no me dejaba tranquilo hasta que dejara de teclear. Atento al sol, me pedía que saliéramos a pasear antes de que se hiciera de noche. Apenas me levantaba, empezaba a saltar y a aullar alrededor mío y salíamos a una caminata por el jardín que nos gustaba mucho a los dos.
Era un paseo que hacíamos juntos, en que yo iba parando para observar las plantas y decirle, después, al jardinero: aquí hay que trasplantar, fumigar o fertilizar tal o cual cosa. Ese jardín lo planté de cero y mantengo una relación particular con cada una de sus plantas. En una de mis novelas, La barrera del pudor, la protagonista tenía una relación así con el jardín. Max iba parando también. Descubría de repente pájaros muertos u otras cosas, se quedaba detenido en un lugar, y me los mostraba. Nos íbamos mostrando cosas.
Foto: Pablo Simonetti
Las caminatas también tenían una función narrativa. La de la mañana era muy enérgica y muy revitalizadora mentalmente. Muchas escenas se me ocurrían durante la mañana y las anotaba en el celular o tomaba notas de voz para no olvidarlas. Pero durante la tarde sucedía la condensación. Lo que había escrito durante el día se iba asentando y eso me permitía acometer el día siguiente con mayor seguridad.
Después, comía y me sentaba a leer. Max se echaba a mis pies mientras leía. Esas noches podría haberme bajado una sensación de soledad, pero lo tenía a él a mis pies, con su cabeza apoyada en mi empeine. Y en la mañana tenía a alguien que me recibía con ladridos al despertar. Él hacía que ese retiro no fuera tan solitario, y al mismo tiempo tampoco demandaba los grados de atención que demanda un ser humano. Realmente yo era muy feliz allá con él. Era el mundo ideal, estar tranquilo, con las emociones y la mente bullendo gracias a la novela y mis lecturas. Allá mi tiempo estaba dedicado a los paseos con Max, a la escritura y la lectura. No hacía nada más, no iba a ninguna comida ni menos a la playa, mientras que en Santiago tengo que cumplir con muchos compromisos.
Max esperaba que nos fuéramos juntos a la playa. Él se daba cuenta cuando yo empezaba a recoger los libros y meterlos en maletas, ahí su carácter mejoraba enormemente. Y, al revés, cuando me tenía que volver a Santiago, su ánimo empezaba a decaer. Cargaba el auto y él estaba metido en su cama y no se quería mover de ahí. Tenía que tomarlo en brazos y subirlo al auto. En Santiago andaba desanimado unos días, medio indiferente. A veces me preguntaba sobre esto, decía "pucha, en realidad él es más feliz allá que acá". Mis amigos me decían "oye, huevón, mejor vida que la que ha tenido este perro no existe".
Y en realidad Max era un perro cuidado. Luego de que terminamos con mi ex pareja, Max se quedó viviendo conmigo y, si yo tenía un viaje o necesitaba dejarlo con alguien, lo cuidaba él. Max no era tan fácil de atender, porque tenía una alergia atópica; es decir, una alergia a todo. Le daban unas crisis de ahogos fuertes y se empezaba a rascar hasta que se rompía la piel. Lo llevaba a una veterinaria dermatóloga que fue la que logró finalmente estabilizarlo. Siempre estuvo en tratamiento y tuvo que comer comida especial y tomar agua sin cloro. Además, tenía que bañarlo todas las semanas con un champú especial con antibióticos y calmantes. Cuando me veía tomar el champú, la toalla y el secador de pelo, iba hacia el baño con la cola metida entre las piernas, resignado, pero sin que tuviera que obligarlo. La edad promedio de un beagle es 12 años y Max vivió hasta los 14.
Tuvo una época en la mitad de su vida muy andariega, en que salía y asaltaba las construcciones cercanas para comerse el rancho de los maestros. Era terrible, porque de repente llegaba con ollas en el hocico. Mordía la asa, traía la olla y se la comía. Yo lo retaba harto. Con la edad se le pasó esa fase de perro rapaz.
Siempre fue reconfortante verlo, sentirlo dormir, oír sus pasos. Él sabía cuando yo estaba de mal genio y me evitaba. Y cuando estaba contento, ahí quería estar pegado a mí. Si estaba enfermo se iba siempre a tender al lado de mi cama y se notaba compungido. Pero también yo podía quedarme en cama leyendo y él no tenía esa actitud: distinguía la diferencia.
Foto: Pablo Simonetti
EL ÚLTIMO VERANO
A finales de 2012, Max ya estaba con poca energía. Mi actual pareja y yo pensábamos que se podía morir de viejo cualquier día. Pero llegamos a Zapallar y se reanimó. Pasó todo el verano contento, lanzando sus aullidos y dando sus paseos. El sábado 2 de marzo subió conmigo la pendiente empinada del jardín como siempre. Y el domingo 3, el último día del verano, se echó a morir. Yo me iba a venir el lunes a Santiago y todavía no hacía las maletas. Tengo la percepción de que él tenía un gran sentido del tiempo, de la luz, y se daba cuenta de que se acababa el verano. Fue impresionante, porque esperó hasta ese último día para dejarse morir. Esa mañana me levanté y él no había comido. Me pareció raro. Le pregunté: "¿Max, qué pasa?". Se trató de levantar y se cayó.
Lo subí al auto y lo traje a la clínica. Y ahí murió dos días después, el martes en la noche. Nunca fui capaz de dejarlo en un hotel ni solo en una jaula. Dejarlo esa noche en la clínica fue súper duro. Le decía a la doctora que él jamás había estado en otro lugar que no fuera su casa, o la de mi ex pareja. Pero me dijo que no me lo podía llevar en ese estado.
Le hicieron una ecografía y una exploración quirúrgica. Tenía un cáncer ramificado en todo el aparato abdominal. Le dije: "Doctora, yo conozco al perro, ¿cómo no me di cuenta antes que estaba con este cáncer?". La doctora me explicó que los perros no protestan por el dolor, sino que se desorientan. Y eso fue lo que le pasó a Max ese día, se quedaba mirando una pared y de repente perdía la estabilidad. La doctora dijo que si no lo sacrificábamos, se iba a morir en los próximos días y podía sufrir mucho. Lo sacrificamos en la misma mesa de operaciones. Uno se siente tan responsable de que muera bien, de hacer lo mejor por él, de que no sufra. Todas las decisiones de esos dos últimos días fueron difíciles y dolorosas. Creo que eso pasa con los perros. Ese sentido de responsabilidad hacia ellos crece con el tiempo.
"A eso de las 7 de la tarde, Max me empezaba a tocar la pierna con la pata y no me dejaba tranquilo hasta que dejara de teclear. Atento al sol, me pedía que saliéramos a pasear antes de que se hiciera de noche".
Al día siguiente lo fuimos a enterrar a Zapallar mi pareja actual, mi ex pareja y yo. En nuestros paseos de la tarde había un rincón del jardín donde a Max le gustaba detenerse, junto a un olmo, y tenía un sentido de territorialidad con ese lugar. No tuve ninguna duda de que ahí teníamos que enterrarlo. Nos acompañaron Augusto, el jardinero, la Margarita y la Jackie, que nos han ayudado con la casa en distintas épocas, todos cercanos a Max. Las primeras paladas las eché yo, luego cada uno echó la suya y tuvo su minuto para despedirse de él. La piedra la talló Augusto, que antes era picapedrero.
Mirando en perspectiva, estoy tranquilo, porque Max pasó enfermo solo dos días y todo el resto de su vida estuvo sano. No sufrió una agonía larga que fuera miserable ni para él ni para nosotros.
Cuando murió publiqué una foto suya en instagram, diciendo que sentí que él me regaló el final de esta novela y que estuvo conmigo hasta el último minuto. Por supuesto, el perro no tiene ninguna conciencia de la novela, no sabe qué es la escritura ni nada de eso, pero sí sabía que ese tiempo allá era bueno para mí –eso lo sienten los perros– y que era bueno para él. Y se lo regaló a sí mismo y me lo regaló a mí: un bienestar que disfrutamos durante esas temporadas de verano hasta el último día.