Crecí un poco sola. Vengo de una familia en la que los niños nunca fueron una prioridad, algo que yo creo que le pasó a toda mi generación. Siempre escuché que los niños éramos, más que nada, una molestia.
Cuando me quedé esperando a mi primera guagua me preparé para todo eso que me dijeron que vendría. Me empecé a informar muchísimo sobre el parto, la lactancia y me terminé enamorando de todo lo que involucraba la maternidad. Siempre escuché que los niños eran un problema, pero yo me preparé mentalmente y acepté la idea de que mi guagua me iba a cambiar la vida. Me sentía totalmente preparada para convertirme en madre.
Soy periodista y, aunque en ese momento trabajaba, decidí dejarlo todo para dedicarme en un 100% a mi familia. Deposité mi vida en torno a la maternidad. Mi marido tenía un buen trabajo, así que podíamos vivir solamente de su sueldo. Queríamos que nuestros hijos se criaran con una mamá presente.
El primer año cumplió todas mis expectativas. Disfrute un montón a mi hijo recién nacido y esa primera etapa; sentía que había sido hecha para esto. El problema es que los niños cambian, y en cada una de sus etapas los desafíos son diferentes. La maternidad te sorprende, tal como me pasó a mi.
En un momento esa guagua se convirtió en un niño que me hacía preguntas, que me cuestionaba, y que tenía su propia identidad. Mi hijo ahora hablaba y tenía pataletas. Ya no era tan simple como darle teta y calmarlo. Ahora era un niño con sus propias necesidades y emociones, un niño al que había que criar y poner límites.
Todo eso que yo creía que me gustaba, todo eso por lo que abandoné mi carrera, dejó de gustarme tanto. Ya no estaba jugando a las muñecas, ahora tenía un niño real. Un niño de carne y hueso. ‘¿Qué hago con todo esto?’ pensaba.
Justo en ese momento mi marido perdió su trabajo, así que yo tuve que reinventarme. Decidí especializarme en lactancia, pero en ese momento sentí que el mundo se me vino encima. Porque no creo que ser mamá sea difícil, pero serlo, y al mismo tiempo tener que cumplir con todo lo demás, sí lo es.
Siempre nos muestran a esa típica mamá empoderada que va a dejar a su hijo al jardín, después trabaja y además tiene amigos y una familia que la ama. Todo organizado, todo perfecto. Pero eso realmente no existe, porque si cumples en un lado, inevitablemente fallas en el otro. Eso te hace sentir culpable a cada momento.
Colapsé. Sentía que no podía lidiar con la maternidad y que ya no había vuelta atrás. Miraba a mi niño y, aunque lo amaba con todo mi corazón, me estaba volviendo loca y no quería tenerlo más ahí conmigo. Y aunque sabía que ese sentimiento horrible estaba ahí, me daba tanta culpa, que lo bloqueaba. No me permitía sentirlo y mucho menos conversarlo con alguien. Me estaba especializando en lactancia y había estado fascinada con todo lo que era la crianza. ¿Cómo esa Marly que hasta había dejado su carrera para ser mamá, ya no quería serlo más?
Renegué de ir a terapia por mucho tiempo, pero en un momento ese sentimiento se apoderó de mí y decidí ir donde un psicoanalista. Me acuerdo perfectamente del día en que salieron de mí esas palabras que nunca creí que diría: “Me arrepiento de ser madre”. Decirlo en voz alta fue muy, muy doloroso.
Gracias a terapia – un privilegio del que pocos chilenos gozan- me fui dando cuenta de que no era que yo no estuviese disfrutando la maternidad, sino que había algo dentro de mí que tenía que reparar. ¿Cómo iba a lidiar con un niño si nadie había lidiado conmigo en mi infancia? Mi subconsciente no dejaba de pensar que los niños eran una carga, un obstáculo, porque eso es lo que viví y escuché toda mi vida. No podía dejar de sentirlo así, porque así me lo habían enseñado.
Los hijos amamos a los papás y es duro decir que quizás se equivocaron, pero eso no significa que no te quieran, sino que hicieron todo lo que pudieron con las herramientas que tenían a su alcance en ese momento. Hay cosas que hicieron maravillosamente bien y tenemos que repetir, y otras que no. Honrar la crianza y honrar a nuestros antepasados también es eso: mejorar y no repetir sus patrones.
Tuve que aprender a relacionarme con la niñez desde otro lugar y entender que, aunque tus hijos te impiden hacer algunas cosas, son compatibles con muchas otras. Y aunque efectivamente no vas a ser capaz de cumplir con todo, sí se puede lograr un equilibrio.
También entendí que mi hijo era un ser humano distinto a mí, un ser humano que no era una muñeca que yo iba a tener en mi brazos, sino que era una persona con su propio camino, y que mi tarea era guiarlo y acompañarlo. Yo había centrado mi identidad como madre en la lactancia y cuando esa etapa pasó, me sentí vacía. Tuve que entender que ser mamá es mucho más que eso.
Cuando entendí todo lo que realmente implicaba la maternidad, me puse a estudiar un diplomado en salud mental infantil. Aprendí y me sorprendí muchísimo, así que decidí plasmar todo eso - y las herramientas que había recibido en terapia - en un libro. Así nació Niño Malo, una invitación a criar sin mochilas y sin patrones. Una invitación a conectar con tu hijo y a sanar tus propias heridas. Porque tú no eres una mala mamá y tu hijo no es un niño malo. Poner en palabras todo esa información y todo lo que sentía fue sanador y terapaéutico, porque nunca lo había exteriorizado.
Para todas las que se sienten identificadas con este relato, sólo me queda decirles que sí, es difícil, y más en un mundo que nos da pocas herramientas, pero no se sentirán siempre de esa manera. No se etiqueten. No se pongan esa mochila de ‘soy la que se arrepintió de ser mamá', porque haber tenido ese sentimiento no te define y no te definirá nunca. Nuestros hijos no son una guagua, tampoco un niño con pataletas o un adolescente rebelde. Nuestros hijos son seres en transformación, seres que todavía no acabamos de conocer.