“Hace cuatro meses me encontré, o mejor dicho, me reencontré con el abogado de mi familia. Nos conocíamos hace 25 años pero nunca nos miramos fuera del contexto abogado/cliente. Él fue quien asesoró y administró las finanzas de mi papá desde que tengo recuerdos y, por lo mismo, varias veces me tocó participar de reuniones en las que estuvo él. Una relación que se mantuvo en la formalidad hasta que el año pasado, después de una reunión, nos quedamos conversando de otros temas. Una conversación de esas largas y honestas, en la que nos reímos mucho y por primera vez nos alejamos del mundo de las leyes.

Esa fue la primera de muchas, porque poco a poco estas conversaciones de horas, muchas risas y sensación de complicidad, se hicieron rutinarias. La sincronía parecía absolutamente mágica y expansiva, al punto de que me parecía increíble ¿Cómo no nos vimos antes?, me preguntaba.

Así, rápidamente pasaron cuatro meses de mensajes de amor, de besos amorosos, de salidas con su hija menor y mi hijo. Incluso una vez viajamos por un fin de semana a la playa, en realidad él y su hija alcanzaron a estar un día antes de que surgiera una emergencia y tuvieran que viajar de vuelta a Santiago. Esa vez me aseguró que fue un problema de último minuto y de paso, me reforzó la idea de que lo que sentía por mí era algo completamente nuevo, incluso llegó a hablar de matrimonio y de una vida entera juntos. Según él, este contratiempo era parte de nuestro paraíso intenso, caótico pero bello.

El abogado de la familia es un hombre muy ocupado, trabaja en el mundo de la política y el derecho tributario, aparte de varias fundaciones. Yo siempre lo vi como un hombre exitoso, pero cuando lo conocí íntimamente, sumé a sus cualidades su capacidad de conectar con sus emociones, ser claro y de una línea.

En medio de la pandemia varias veces vino a mi casa a trabajar y esos días cada uno construía su pequeña oficina a menos de un metro de distancia. Nos tomábamos la mano durante las reuniones, nos preparábamos café y disfrutábamos de los pocos momentos que teníamos juntos como una sorpresa del universo. Todo era una bella aventura: cuando nos arrancábamos a almorzar, cuando pasábamos juntos una tarde leyendo bajo un árbol mientras nuestros hijos jugaban en la plaza, o incluso una doméstica ida al supermercado. La vida era simple y perfecta.

Como en cualquier relación, a veces tuvimos algunos conflictos, especialmente por su carga laboral, pero buscamos juntos la manera de salir adelante.

Pero dentro de esta “perfección”, algo no calzaba del todo, algo que empecé a ver con el tiempo. Cada vez que me invitaba a comer a su casa, repentinamente y a última hora, tenía que cancelar por alguna razón. Hablábamos de viajes, de vivir juntos, pero nunca logramos pasar más de uno o dos días en un lugar porque se presentaban complicaciones de último minuto.

Una mañana, cuando llevábamos cuatro meses de relación, lo llamé para saber cómo venía su día ya que habíamos programado, por fin, una escapada romántica a Huilo Huilo y quería coordinar unos detalles con él. Me contestó su mujer.

Recién ahí todas las piezas encajaron. Todas las excusas, problemas de última hora, exceso de trabajo, falta de tiempo… todo tuvo coherencia. Es que él no estaba separado hace seis años como me dijo, en realidad tampoco estaba construyendo un futuro conmigo, yo simplemente era la amante de turno.

Los castillos de arena se desarmaron y sentí cómo el corazón se me rompía en mil pedazos. En esa llamada también me enteré de que su actual mujer también llegó a su vida así, siendo primero su amante. No la juzgo a ella, pero sí a él, porque el amor que sintió por esa mujer y que lo llevó a terminar con su matrimonio anterior no lo hizo cambiar. Continuó con su “juego de caza” y la siguiente víctima fui yo. Y ni siquiera fui la segunda, ni la tercera mujer que engañó bajo la mentira del hombre separado y ocupado. Esto era patológico y yo solo un daño colateral de un cazador profesional.

Así fue como me convertí en amante sin saberlo. Después de un año pandémico aprendí que el virus más letal no es el Covid y que en el amor y la ternura se puede esconder un parásito. Pero a pesar del sufrimiento, decidí agradecerle a este hombre que me recordó que es importante estar atenta, porque no todo lo que brilla es oro y los lobos siempre pueden usar una piel de oveja”.