Conocí a la Pancha por Twitter, cuando investigaba sobre los mitos de la historia de Temuco para mi tesis de Pedagogía. Hija de una de las familias fundadoras, por mensaje directo me fue contando esas anécdotas que escapan a los libros y que son tan sabrosas a la hora de narrarlas. Como era de Concepción, siempre fue difícil vernos, hasta que un día me comentó que vendría a mi ciudad.  

Como estaba nervioso porque no la conocía, al principio me costó hablarle de corrido. Pero después de dos tragos, nos fuimos soltando y la conversación comenzó a fluir. Yo le conté de mis raíces como hijo de nana, lo que conocía más o menos sobre lo que significaba mi apellido mapuche y de la cama de pallet en la que dormía, en una rancha a la que le entraba el viento frío del invierno.

Cuando se nos hizo tarde, y la intención de seguir conversando se hizo evidente, partimos hasta una casa en la que había vivido. Me acuerdo que hablamos sobre el significado de los pañuelos rojo y negro en la cueca chora, y cómo sería el mundo si es que nos fijáramos menos en cuánto dinero tenemos en el bolsillo. Abrazados contándonos las penas, recibimos el amanecer.

Como sabía que lo único que tenía era el par de pesos para los pasajes de la micro y las pocas prendas de ropa que usaba para hacer la práctica, la Pancha siempre me alegraba el día con algún cuento improvisado o con la más agradable de las video llamadas. Al pasar los días no pude no pedirle que volviera a visitarme, aun sabiendo dónde la iba a recibir. Tan contentos estuvimos en aquel paraíso improvisado, que siempre encontramos inútil lo que incide la billetera en cuestiones de amor.

Una mirada fija a los ojos bastaba para saber que no queríamos separarnos. Sabiendo eso, tuve que inventar veinte excusas para arrancarme un fin de semana a Concepción, aunque el único patrimonio que tenía eran las lucas que iban quedando en la tarjeta Junaeb. Queriendo que no me preocupara, me acurrucó entre sus brazos y me contó un cuento largo y tierno sobre el origen de la miseria, que a su vez le relataron cuando chica para que se durmiera pronto. Pocas veces debo haberme sentido tan libre y tan feliz como ese fin de semana, entre lo deslumbrante de mirar la ciudad desde el décimo piso y las conversaciones eternas que tuvimos. Me enamoro de ella, de Juan Luis Guerra, no me paraba de sonar en la cabeza mientras volvía a Temuco.

"¿Qué tienes que perder? Vámonos a Guayaquil, trabajamos en lo que sea", me dijo un día. En esa pregunta se me fueron las noches y los días de una semana completa, hasta que entró una videollamada. Sentí una vibra diferente, algo había cambiado. Luego de darse un par de vueltas, me lo dijo directamente: no podía estar conmigo porque yo era mapuche y su familia jamás lo permitiría. Apagué el computador y rompí a llorar. "Un día le voy a enviar una foto saludándola desde Guayaquil", me dije terminando de masticar la rabia por algo de lo que no tenía culpa, como forma de cerrar el capítulo.

Años después, cuando tuve la oportunidad, no dudé ni un minuto en elegir Guayaquil como destino. A medida que iban pasando el desierto, Lima y los platanales de la frontera con Ecuador, se fueron haciendo más vívidos los recuerdos de las madrugadas frías que nos acurrucamos y de los cuentos que fuimos inventando juntos. Pocas veces lloré tan sufrido como en ese momento en que Guayaquil se iba acercando a la distancia de un puente.

"Saludos, desde Guayaquil", le envié como mensaje. "Saludos de vuelta", me contestó.

En aquella ciudad le escribí una carta de varias decenas de carillas en la que desahogué todo lo que tenía guardado. Todo el rencor que pude tenerle se fue pasando a medida que las letras avanzaban.

Hoy no puedo sino agradecerle porque de esa historia nació una novela que alguna vez espero publicar, y el sentido que le encontré a mi trabajo. Aprendí de la Pancha que estoy aquí para que, en el lugar donde uno aprende a ser persona, se entienda que más allá de lo que tenemos en el bolsillo, nuestros orígenes y nuestras historias, a nadie deben dejarlo por irreconciliables diferencias de clase. Bajo esa frase se esconden desigualdades de origen que no son imposibles de erradicar, porque donde no hay dinero la única forma de salir adelante es estudiando.

Sé que tengo una conversación pendiente con ella, en la que un día espero decirle a los ojos que no siento nada menos que un profundo agradecimiento.

Me enamoro de ella, de Juan Luis Guerra, me suena cada tanto en la memoria mientras que, por esas vueltas de la vida, camino a estudiar todos los fines de semana en la Universidad de Concepción.

Diego Vrsalovic es profesor y tiene 27 años.