“Puede sonar muy superficial, pero desde que era chica que yo y mis amigas tuvimos que decidir qué tipo de mujer seríamos. Era como si una fuerza maligna invisible nos arrastrara a elegir. Nadie lo decía, pero se sabía: O eres la bonita, señorita, educada, niña trofeo, o eres la sexy, fácil y buena pal hueveo. En palabras simples, los arquetipos de la madre o la puta que se describen en muchos libros.

Sin embargo también existía un tercer tipo de mujer al que muchas aspirábamos y que era la única opción para no ser una cosa a merced de los hombres: ser la inteligente. Este tipo de deducciones me chocaron enormemente. Qué clase de mujer era yo si en primero básico fui presidenta, reina y además obtuve el primer lugar de mi curso?

Algo que era completamente natural para mí comenzó a ser una pesadilla, porque no lograba encajar en ninguna de estas categorías y mientras más me acercaba a la adolescencia, era peor. Desde cuántos dedos arriba de la rodilla tenías el jumper, hasta si aceptabas o no jugar a la botellita. Cada decisión te marcaba y detrás de cada decisión, la pregunta eterna del tipo de mujer que una es versus la envidiable libertad que tenían mis compañeros hombres, al llegar sudados y hediondos después de jugar a la pelota sin que nada les importara.

A pesar de mis esfuerzos, mi personalidad se me salía por los poros: No sólo soy bonita, también soy inteligente. No soy hueca, aunque soy gritona. Me gusta divertirme, pero no significa que sea fácil. Soy simpática, ¿entonces significa que te estoy coqueteando?

Parecía que la forma en la que nos definían los hombres era finalmente la ley absoluta y entendí que tenía que esmerarme por ser valorada y considerada por el género masculino para verme como una igual y así tener chances de “ser alguien” en un mundo liderado por ellos; objetivo que en plena adolescencia se traducía en un elemento muy concreto: la ropa. La disyuntiva era usar o no un escote, usar o no usar maquillaje, verme o no verme atractiva, mostrar o no mostrar mis curvas, ponerme tacos o usar zapatillas. Provocar o pasar desapercibida. Oscilaba entre un estilo y otro, aparte de lidiar con problemas de peso y estándares de belleza con los que lidiamos todas. A veces me vestía como un saco y tendía a afearme, porque las veces que me vestía más “bonita”, los hombres no me trataban con el mismo “respeto”. Esto sucedió sutilmente en el colegio y la universidad, pero llegó a su cúspide cuando enfrenté el mundo laboral.

La mayoría de mis jefes han sido hombres, y con la mayoría he tenido problemas. En un inicio siempre suele ir demasiado bien. “Eres talentosa”, “eres inteligente”, me decían. El sólo hecho de ser considerada por un hombre con mucha más trayectoria y experiencia que yo en el mundo del cine, era mi droga. No obstante, este flechazo y felicidad por tener un espacio en la industria y en el mundo laboral, se rompía en pedazos cada vez que estos hombres intentaron besarme, tocarme y tener sexo conmigo, y evidentemente menospreciarme si es que los rechazaba. Mi valor como profesional se desarmaba y me culpaba enormemente por arruinar la oportunidad de “ser ese alguien”. En mi cabeza pensaba que jamás iba a poder trascender, que no era lo suficientemente buena como cineasta. Con otros jefes simplemente no era ni siquiera digna de dar mi opinión.

No fue hasta que conocí El viaje de la heroína, que pude atar los cabos sueltos. Cuando me pasaron guión cinematográfico en primer y segundo año de universidad, sólo me hicieron leer El héroe de las mil caras de Joseph Campbell. Para poder escribir historias que funcionen, el héroe debe enfrentarse a sus peores sombras, a los peores enemigos, tomar conciencia de su esencia para finalmente triunfar, pero ¿qué pasaba si el personaje principal era una mujer? ¿Hombres y mujeres teníamos el mismo viaje al cruzar por la vida? Evidentemente no y bien lo sabía Maureen Murdock, psicoanalista quien desafiada por Campbell se animó a estudiar el viaje mítico de una mujer, en donde la primera etapa que da inicio a su viaje a convertirse en heroína es curiosamente la negación de la feminidad. La película “Mulán” lo expresa muy bien. Mulán no quiere maquillarse, no quiere ser sólo una esposa, le gusta comer con ganas y mancharse si es necesario, pero debe convertirse en hombre para representar a su familia en la guerra y así conseguir el honor para su sangre. Al principio apesta, es la peor, pero poco a poco se convierte en la mejor soldado del imperio. Si esto fuera un viaje masculino, la historia terminaría aquí. Sin embargo a pesar de que Mulán ha logrado su objetivo, no se siente digna de tal reconocimiento, ya que se lo ha ganado fingiendo ser alguien que no es. Lo ha ganado negando su género y se siente vacía y no reconocida. Ya habiendo hecho el viaje masculino y siendo triunfadora de éste, para la mujer no es suficiente. Ahora le toca reconocerse en sus ancestras y modificar lo que realmente significa ser mujer. La escena del clímax de Mulán es ella liderando una emboscada, vestida de geisha junto a los otros soldados disfrazados de mujer, en donde sus habilidades de guerrera se combinan con la hermosa destreza que tiene con sus abanicos, salvando al imperio Chino y ganándose la reverencia de su emperador y de todo su pueblo. Finalmente Mulán logra su misión, brinda honor a su familia, pero esta vez siendo quien realmente es: una reconciliación perfecta entre el mundo masculino y el femenino.

En nuestro género la inclusión de los opuestos es lo trascendental. Fue clave entender que sí podía ser guerrera, femenina y lista y también ser la madre, la puta y la inteligente. Me pregunto si alguna vez los hombres han tenido que renunciar a ser hombres para reconocerse como tales. Me gustaría que se preguntasen qué cosas de nosotras podrían cultivar en ellos para mejorar, algo que nosotras hemos tenido que hacer toda nuestra vida”.

Constanza Tejo Roa es cineasta y tiene 28 años.