“Me casé cuando estaba en la universidad, a mis 23 años. Recuerdo como si fuese ayer que el día que me pidieron matrimonio y dije que sí, una de mis amigas me preguntó si estaba segura de mi decisión. No había ni prejuicio ni maldad en su tono de voz y por eso me sentí cómoda respondiendo desde la honestidad. Estaba asustada, pero también me sentía bien. Ni feliz, ni emocionada, pero pensaba que era lo que tenía que hacer.
Recuerdo que ella me respondió: ‘Somos jóvenes, ¿por qué ahora? Puede ser más adelante si aún tienen ganas’. No supe qué más decirle, porque en el fondo, también tenía razón. Por qué había dicho que sí al tiro, sin ni siquiera haber terminado la universidad. ¿Acaso nos habíamos dejado influenciar por la presión de nuestros familiares conservadores? ¿Cuál era el apuro realmente? ¿Queríamos tener hijos? ¿Sentíamos que teníamos que hacer las cosas de una determinada manera? Yo quería pensar que a esas alturas había dejado ciertas presiones atrás y no me estaba rigiendo por el supuesto deber ser, pero ahí estaba a punto de casarme a los 22 años. ¿Era lo que realmente quería?
Mi amiga seguía ahí parada al frente mío y cuando me vio atormentada por estos pensamientos fugaces –que aparecieron todos al mismo tiempo y rápidamente se apoderaron de mi ser–, dijo apurada: ‘No importa amiga, cualquier cosa existe el divorcio’. Sabía que su pregunta inicial había desencadenado este cuestionamiento en mí, y esa última respuesta era su manera de hacerme sentir que mis decisiones no tenían por qué ser para siempre. No tenían, en sus palabras sutiles, por qué tener tanta importancia.
Viví mis cinco años de matrimonio sabiendo eso; que si el día de mañana queríamos, existía la opción del divorcio. El contrato, entonces, se hizo menos aterrador cuando lo empecé a ver como una opción, como muchas, que no tenía por qué ser eterna. Pero fuera de eso, la relación, o al menos vista desde afuera, se iba dando de manera natural. Había mucho amor, mucho apañe, muchas risas y mucha estimulación. Ejercíamos la misma carrera, teníamos los mismos intereses y ciertas dinámicas ya establecidas que sentíamos propias. Todos factores que –lo sé ahora– no tienen nada que ver con que un matrimonio funcione o no.
Hasta que un día recibí un mensaje de voz de una mujer que decía que tenía que comunicarse conmigo de manera inmediata. Llamé de vuelta al número que dejó con dolor de guata, porque intuía que algo iba mal, y me respondió. Supe en un llamado de no más de siete minutos que mi marido había tenido una relación paralela con ella durante meses, y que se juntaban cada vez que yo me iba de la ciudad a trabajar.
No podía creer lo que estaba escuchando. ‘Relación paralela’, ‘juntas en tu casa’. Todas frases que nunca pensé escuchar en mi matrimonio; desde un principio dijimos que si sentíamos la necesidad de expandir nuestros intereses o deseos, nos contaríamos. La posibilidad de conversar distintos formatos siempre estuvo, no teníamos por qué atenernos al formato convencional y eso lo establecimos desde un principio. ¿Por qué entonces había sentido la necesidad de mentirme tanto?
Esa mentira continua y constante fue lo que finalmente hizo que a mis 28 años, terminara por divorciarme del que había sido mi compañero desde la universidad. No había cumplido ni 30 y ya me había casado y divorciado, situación que ninguna de mis amistades compartía. Estaban las que recién emprendían caminos más tradicionales, o las que venían cerrando relaciones universitarias muy largas, también las que querían estar solteras un tiempo. Pero ninguna ya había pasado por un divorcio. Y en eso me sentí sola.
Han pasado dos años desde entonces y siento que ahora estoy viviendo situaciones que nunca antes había vivido, con cierta soltura que a veces asocio erróneamente a una etapa más juvenil de la vida, como a la adolescencia. Salgo, conozco gente, me pongo nerviosa, pincho, cambio de pinche, mando mensajes y recibo de vuelta, y lo paso bien conociéndome en instancias en las que no me había conocido antes. Porque de adolescente pinché un rato, antes de conocer a quien fuera mi marido cuando tenía 18 años. Pero es distinto vivirlo ahora, siendo más madura.
A veces me miro al espejo y me digo a mí misma ‘¿qué te pasa? Estuviste casada’, como si eso por alguna razón fuese una situación superior y la actual, un retroceso. Después de ese reto innecesario siento ternura hacia conmigo, de haber sido tan chica y haber firmado un contrato tan grande, que en cierto sentido, aunque no queramos decirlo, supone una eternidad. ¿Y es que para qué casarse si no? Nadie lo dice, pero no muchos lo firmarían si es que no creyeran firmemente en ese proyecto.
En fin, en todo este tiempo he cuestionado muchas nociones de mí misma, de lo que creía ser. Veo que hay ciertos estigmas o decretos que me va a costar eliminar, pero los estoy trabajando. Me veo en situaciones nuevas y eso me gusta, me divierte, me entusiasma. Porque con todo lo que eso pueda conllevar, es un proceso de autoconocimiento y eso siempre es positivo.
A veces, aunque todos me digan que no hay reglas en esto, siento que estoy viviendo mis etapas al revés. Ya me casé y me divorcié, y recién ahora estoy viviendo lo que no viví antes. Mis amistades me dicen que qué bueno que así sea, que no hay una única manera de llevar la vida, y que ciertamente las edades no tienen nada que ver. Les quiero creer y cada vez les creo más”.
Fiorella (30) es odontóloga.