“Estuve casada exactos 40 años. De hecho me casé el 23 de abril de 1982 y me fui de la casa donde viví prácticamente toda mi vida, el 23 de abril de 2022. La decisión la había tomado unos meses antes, quizás inconscientemente unos años, pero no fue una decisión fácil, entonces me puse esa meta: no pasaría más de 40 años viviendo una vida que no era la que quería vivir.
Si soy sincera, mi matrimonio fue un buen matrimonio. No podría asegurar que lo pasé mal durante los 40 años que estuvimos juntos. Para nada. Los primeros años fueron los años dorados, ambos nos queríamos mucho. Pololeamos y al poco tiempo quedé embarazada. Tuvimos cuatro hijas maravillosas y yo me dediqué a criarlas. No me arrepiento y agradezco cada uno de los momentos que viví con ellas.
Pero mientras yo estaba en la casa, mi marido seguía haciendo su vida fuera de ésta. Esa distancia lentamente comenzó a generar en mí una frustración que ni yo misma supe identificar. Es que no tenía otros referentes, así fue la vida de mi madre, es lo que me enseñó; y así también era la vida de muchas de mis amigas en ese tiempo. No me lo cuestioné pero sí estoy segura de que lentamente comencé a sentir una incomodidad, como una piedra en el zapato que no me dejaba caminar en paz.
No supe ponerle nombre a esa piedra hasta que mis hijas crecieron y me lo hicieron ver. Encontré por primera vez en ellas y en sus historias, la posibilidad de vivir de otra manera. Al verlas crecer y tomar decisiones sin ataduras, logré entender que ese fue siempre mi problema: estaba viviendo una vida pautada por una sociedad que en esos años, tenía solo un rol para las mujeres, para las madres.
Hasta que llegué a mi límite. No sé cómo ni cuándo, el miedo a salir de esa estructura desapareció. Tal vez fue al darme cuenta de que no pasaba nada, con el ejemplo de mis hijas. Era consciente de que mi caso no era igual, yo ya tengo 68 años, pero la convicción de no tener nada que perder –ya había “perdido” una vida entera sin hacer lo que realmente quería– me hizo lanzarme. No sé muy bien cómo explicar lo que me pasó, fue como el impulso de un hastío acumulado. Y no culpo a mi ex marido. Él nunca quiso que yo me sintiera así, pero tampoco se preocupó de preguntar cómo yo me sentía con la vida que llevábamos. Al final, los mandatos son para todos, cada uno cumple un rol dentro de la familia. Él tenía que proveer y fue lo que hizo, pero su incapacidad de conectar con sus emociones, por supuesto que lo alejó también de las mías.
Siempre había querido vivir cerca del mar. Y con el esfuerzo de años compramos una cabaña en el litoral para pasar los veranos. A mi ex marido no le gustaba mucho ir, así que cuando podía me arrancaba sola para decorarla. Y este ha sido mi refugio por estos meses. Además de mi ropa me traje mis lanas y bastidores, y me paso las tardes bordando y mirando el mar. Con eso también tengo un ingreso para mis gastos que son pocos.
Han sido meses muy sanadores. Entre otras cosas descubrí que en nuestra rutina también había algunos mandatos que persistían desde nuestros primeros años juntos: a él no le gustaba quedarse en la cama hasta tarde y a mí sí, pero yo nunca lo hice porque por alguna razón él siempre estuvo primero. Mis deseos y anhelos siempre estuvieron en segundo lugar, y ahora disfruto de cosas tan simples como quedarme en la cama hasta la hora que quiera; o flexibilizar con mis horarios según como me siento.
No niego que también he llorado. Al final soy de una generación para la que una separación es sinónimo de fracaso. Pero diría que mis emociones son ambivalentes, porque así como vivo la pérdida, al mismo tiempo vivo la mayor sensación de libertad que nunca experimenté en mi vida.
En el imaginario colectivo está la idea de que las personas de una cierta edad ya no podemos cambiar el rumbo de nuestras vidas. Está muy instaurada la idea de que no vale la pena, de que no estamos capacitados para hacerlo y que nos vamos a quedar solos en una edad en la que es mejor estar acompañados. Pero yo estoy cada vez más convencida de que cada persona tiene el derecho a cambiar de rumbo, de opinión; y tomar decisiones a partir de eso, a la edad que quiera.
No voy a negar que tengo mucho susto. A veces me invade la angustia, la incertidumbre y pienso justamente que me voy a quedar sola. Pero quizás sin separarme hubiese pasado lo mismo. Eso nunca lo sabré. Lo único que tengo claro es que hoy, por primera vez, estoy haciendo lo que quiero; levantándome a la hora que quiero y viviendo donde quiero. Separarse siempre es difícil, pero está instaurada la idea de que después de los 60 la vida se acaba. Y yo siento que la mía está recién empezando”.
Rosario Herrera tiene 68 años, es madre de cuatro mujeres.