Hace cuatro años estaba buscando con quién irme a vivir en Santiago, porque mis papás viven en otra ciudad, por lo que le pedí a mi mejor amigo que se fuera conmigo. Él me dijo que sí, pero que también tendría que vivir con dos compañeros suyos de la universidad, con quienes tenía un acuerdo anterior. Así que como no tenía otra alternativa, me fui a vivir con tres hombres.
Al año, mi amigo se compró un departamento y se fue a vivir con uno de sus compañeros. Y me quedé viviendo con Jorge. Tenía dos alternativas: irme lejos de la ciudad donde mis papás o buscar otro departamento con él. Aunque en ese entonces no compartíamos nada más que los gastos y nunca hablábamos, decidí intentarlo.
Viviendo juntos, estuvimos dos años sin pescarnos. Aunque compartíamos los espacios comunes no teníamos tema entre nosotros, ni siquiera conocía a sus amigos. Incluso, lo encontraba un poco egoísta, pero con el tiempo me di cuenta que había que conocerlo mejor.
No me caía ni bien ni mal, más bien me era indiferente. Lo único que me llamaba la atención de él era su inteligencia. Creo que es de los hombres más inteligentes con los que he compartido. A los dos años de convivencia, descubrimos que nos gustaba la misma serie, El cuento de la criada, y verla comiendo sushi se convirtió en nuestro panorama semanal. Así empezamos a ser amigos.
Él supo de todos mis amores. Lloré en su hombro y me consoló muchas veces. Ahora me da risa, porque le contaba todas mis historias y él me decía que no perdiera el tiempo pensando en ellos, siempre tirando para abajo a los que me hacían sufrir. Pero si estaba pinchando con alguien, tampoco me decía nada.
Con el tiempo, me empecé a dar cuenta de que siempre estaba hablando de él, y cuando se iba de viaje por trabajo lo extrañaba. También me percaté que él era muy detallista y atento conmigo, pero siempre lo vi como parte de su personalidad, segura de que solo estaba siendo un buen amigo. Siempre dije que la mujer que se quedara con él se iba a llevar un tremendo partido, pero nunca pensé que sería yo.
No hubo ningún acercamiento hasta que nos dimos el primer beso. El 14 de febrero del año pasado llegué al departamento y me dijo que me tenía un regalo en el refrigerador. Eran mis chocolates favoritos. Por dentro inevitablemente me derretí, aunque temía que fuera solo otro detalle de amistad. Sabía que era ahora o nunca, todo o nada, así que para ayudarme a tomar valor le propuse que tomáramos una piscolas, y así fue como terminamos dándonos un beso.
Al día siguiente, se fue a Maitencillo y no supe nada de él. No sabía en qué estaba ni cómo iba a ser verlo de nuevo. Cuando volvió ese domingo no supe cómo saludarlo, así que me quedé sentada en el sillón y levanté mi mano en señal de "hola". Se acercó y me dio un beso. En ese momento lo supe: estaba pololeando con mi compañero de departamento. Suena drástico, pero ya vivíamos hace años juntos y sentimos que no tenía sentido pinchar o salir con alguien con quien ya llevabas conviviendo por tanto tiempo. Ya sabíamos todo lo que había que saber.
Estar con él ha sido fácil porque conozco sus mañas, lo que le gusta y lo que no. Además, lo conocí sin tener intenciones de algo más, y eso siempre ayuda a que se genere una dinámica más honesta. El gran cambio fue cambiarme a su pieza, cosa que hice luego de un mes en el que pensé que iba a necesitar independencia, pero no fue el caso. De hecho, mi ex pieza se convirtió en una pieza de visitas. Creí que iba a ser raro estar con alguien que me conociera tanto, pero el cambio de switch fue automático: ya no es tu amigo, es tu pareja, y no es raro darle la mano en la calle. Nos reímos juntos y lo seguimos pasando bien, pero ahora somos más cómplices. Antes hacíamos cosas en conjunto con amigos y teníamos percepciones similares de la vida, pero la forma en que nos relacionamos cambió. Podemos opinar distinto, pero ponemos atención a nuestras opiniones. Y entendemos el dolor y las alegrías del otro, cosa que antes hacíamos de manera más superficial, pero que ahora es intuitivo: sé por qué algo lo hace feliz o por qué se bajonea sin que me lo explique.
Este 14 de febrero celebramos nuestro primer aniversario. Me mandó orquídeas a la oficina, salimos a comer y, por supuesto, me regaló los mismos chocolates que esa primera vez.
María Cartes tiene 29 años y es psicóloga.