“En el verano de 2016 estaba entrando a sexto año de medicina en Concepción. Había hecho el ramo de ginecología recién, entonces venía con harta información fresca sobre las enfermedades de transmisión sexual, pero además de eso, siempre fui muy preocupada de mi salud en general: todos los años me hago exámenes de sangre, consulta dental y sobre todo, me hacía el PAP religiosamente en diciembre.
En ese entonces, había vuelto a una relación en la que un año antes, me habían sido infiel con muchas mujeres. Terminamos por cuatro meses, y nos reencontramos porque él volvió a buscarme. Hizo mérito, habló con toda mi familia, nos dijo a todos que iba a cambiar, que iba a entrar a terapia. Yo por mi lado, lo intenté, aunque me sentía insegura.
Los meses pasaron, y ese verano, quedé seleccionada para hacer una pasantía sobre cirugía en Francia. Me fui en enero y tranquila, pues el mes antes, ya me había hecho mi PAP como todos los años, y todo indicaba que podía irme a estudiar en paz. Fueron sólo tres meses de relación a distancia, pero cuando volví, me di cuenta de que él había vuelto a tener las mismas prácticas de antes: daba vuelta el celular cuando estábamos juntos, salía de fiesta y desaparecía toda la noche, o aparecían mujeres en sus redes sociales que yo nunca había escuchado que eran sus amigas.
Yo no estaba dispuesta a pasar por esto de nuevo, y terminé. A las dos semanas, él empezó a salir con otra mujer. Naturalmente me dio muchísima pena, pero de ahí en adelante no volvió a pasar nada entre nosotros.
Seis meses después, supe que esa relación había empezado mientras estaba conmigo. Pensé que quizás esa no había sido la única infidelidad; quizás cuántas veces estuvo con otras mujeres al mismo tiempo que conmigo. Y no sólo eso, pensé también –quizás por estar leyendo siempre sobre el tema– en todas las posibles enfermedades que podría haber contraído producto de su promiscuidad.
Ya había aprendido en clases que las ETS son súper comunes, muchas son asintomáticas y muchas pueden tener consecuencias en la fertilidad de la mujer y el hombre a largo plazo. También sabía que, independiente de su infidelidad, él se podría haber contagiado mucho antes de nuestra relación, en cualquier momento de su vida de hecho, pero en ese momento, yo sentía la paranoia de que podría haberme contagiado y por una infidelidad.
Adelanté mi PAP para octubre y salió atípico, lo que significa que había que seguir estudiando. Me lo repetí a los seis meses, y volvió a salir mal. Tuve que hacerme una ‘Colposcopia’, un examen que consiste en mirar el cuello uterino con una lupa de mucho aumento para encontrar donde está la lesión que detectó el PAP, y tomar en esa zona una biopsia. Cuando llegaron los resultados, me salió que tenía un NIE 3 de alto grado, la etapa previa –y más peligrosa– al cáncer Cervicouterino. A esta lesión sólo le faltaba traspasar una capa para ser cáncer.
Él había sido mi única pareja sexual durante esos años, un amigo en común me había confirmado la infidelidad, por todo eso, sólo podía pensar que era obvio que me había contagiado él. Después de todo lo que había sufrido en esa relación, ahora tenía una enfermedad de transmisión sexual que no había podido prevenir.
Recuerdo que después del diagnóstico, sentí calma porque ya entendía de qué se trataba. Me harían una cirugía ambulatoria y muy poco invasiva en marzo, en la que sacan una pequeña capa de la región afectada, se estudia, y si aún hay lesión, se repite el procedimiento hasta que salga normal.
Si le dices todo esto a una paciente que no ha estudiado medicina, el diagnóstico de un ‘pre-cáncer’ suena, obviamente, fatal. Pero yo sabía que con esto no me iba a morir. Por eso me concentré en mis emociones, y no paré de pensar: ‘Yo no me merezco esto’. Me sentía con asco, sucia, y no podía creer que, además del proceso de aceptar una infidelidad, me estuviese pasando todo esto.
Cada vez que iba a la ginecóloga, salía llorando de impotencia y de rabia. Más encima, sabía perfectamente que los hombres biológicamente depuran rápido esa lesión y que a lo más, a él le podría haber salido una verruga. Sentía todo como algo injusto, porque en el caso del Virus del Papiloma Humano por transmisión sexual, las mujeres de verdad nos llevamos la peor parte.
No fue hasta dos años después, cuando me dieron el alta, que pude recién empezar a soltar la rabia, el resentimiento y todo lo que me había provocado. A él me lo encontré en una fiesta un tiempo después, y le conté. Creo que nunca lo entendió. ‘¿Cómo yo te voy a dar cáncer a ti?, eso no se contagia’, me dijo. Pero no seguí esa conversación. A esas alturas, ni siquiera pretendía recibir una disculpa porque el daño ya estaba hecho, pero decírselo, me ayudó a sacarme la rabia que tenía adentro.
Lo miro con perspectiva y con pena, porque después de esa experiencia, me costó rehacer mi vida. Finalmente sané, pude casarme con alguien en quien confío, con quien tengo una hija, y avancé. Pero fue un proceso largo.
Tenemos que instalar en nuestra sociedad la cultura de información y prevención de las enfermedades de transmisión sexual. Si tú no te haces el PAP, no tienes cómo saber si tienes una lesión, hasta que ésta empiece a presentar síntomas, y eso significa que la enfermedad ya está muy avanzada, que es más peligrosa y difícil de tratar. Ahí estamos hablando de quimioterapia, de cirugías muy invasivas, de tratamientos que no siempre funcionan, y donde las pacientes pueden, efectivamente, morir, aunque sean muy jóvenes.
Por eso si ahora pudiese compartir un aprendizaje de todo esto, sería que nosotras, las mujeres, tenemos que tener muy claro que nuestra salud sexual no sólo depende de nosotras, sino que también de nuestra pareja, y por lo tanto, no hay forma de vivir tranquila si no es haciéndonos cargo de buscar activamente las ETS.
Y si hablamos de nuestra salud emocional, nunca permitir que nos pasen a llevar”.
*Eloisa Pérez (31) es médico general y madre de una niña.