Paula, 1973.

Éste aviso, publicado en El Mercurio de la época, inspiró el reportaje de Isabel Allende. Lo hizo, aunque no llegaba al 1,60 m.

"Con el padre nuestro en los labios me quité la ropa, descubriendo con espanto... ¡que andaba con calzones de lana! Quedé desnuda de arriba. Me hicieron ponerme unos zapatos dorados de taco aguja Nº 37 (yo calzo 35). Me veía absolutamente grotesca. ¡Nunca, en toda mi vida, me he sentido más desgraciada!"

¿Quién podría resistir un aviso tan tentador? Y empleada particular más encima... Cuando yo lo vi en el diario pensé con envidia en las hermosas de un metro setenta que podían postular. Da rabia ser petisa. Una vez antes quise ser azafata, pero también se necesitaba una altura mínima, así es que ni siquiera soñé con presentarme, y eso que tenía varios años menos, hablaba idiomas y me consideraba perfectamente capaz de pasar bandejas. (Además siempre me ha parecido estúpido que las azafatas tengan que ser altas.

Después de todo, mientras menos pesen y midan, menos carga lleva el avión).

Por todas estas razones, casi me caigo sentada de sorpresa cuando Delia Vergara me dijo con toda seriedad que me presentara al Bim Bam Bum como candidata al puesto de bailarina.

–¡Pero si me faltan quince centímetros para el metro setenta! No me van a dejar pasar de la portería –alegué.

–Nada se pierde con hacer la prueba –dijo Delia.

–¿Y por qué tengo que ir yo? ¡Soy la única del equipo que no mide el metro setenta!

–Porque a ti no te importa hacer el ridículo! –fue su escueta respuesta.

¡No digo yo..! Una vez que una empieza en esta pendiente de reírse de sí misma los demás le pierden el respeto a una. Llegué a mi casa pensando en la humillación que tendría que soportar al ser rechazada en la puerta, con lo cual se anulaban todas las posibilidades de hacer el reportaje. Y entonces se me ocurrió una idea salvadora: ¡iría con Margarita Ureta! Margarita es mi compañera en el programa de televisión del Canal 7 y tiene un inagotable sentido del humor. Además, es alta, bonita y con regia facha, así es que mientras yo esperaba en la puerta, ella entraría y después me contaría todo con lujo de detalles,

La importancia del disfraz

Tal como yo esperaba, Margarita se cuadró. En mi clóset era bien difícil encontrar ropa adecuada para presentarme al Bim Bam Bum, así es que escarbamos en el de Margarita, que a través de sus años de teatro ha juntado extrañas piluchas.

–Hay que ir bien sexy, pero sin parecer disfrazadas –decidió mi amiga.

Ella se puso una falda roja corta, medias caladas, se escarmenó mucho su pelo largo y se amarró un pañuelo gitano. Conmigo la cosa era mucho más difícil, porque de la mala materia prima, corríamos el peligro de que me reconocieran por la televisión. Me puse una minifalda que escasamente me tapaba los calzones, zapatos con terraplén y una polera tan apretada que al respirar crujían todas las costuras. En la cabeza una peluca platinada con chasquilla, un pañuelo rojo y un maquillaje con abundancia de pestañas postizas, labios brillantes, rayas de colores y hasta un lunar.

A estas alturas nuestros maridos, completamente espantados, decidieron que no podíamos salir así a solas. El mío, Miguel Frías que, además de paciencia, tiene mucho sentido del humor, se ofreció para llevarnos hasta la puerta, venciendo su natural vergüenza ajena. Al salir del departamento de Margarita, me miré en el espejo de cuerpo entero del pasillo y sentí que me flaqueaban las rodillas. ¡Me veía absolutamente irreconocible!

El numerito especial

Ante la certeza de que yo no sería admitida ni siquiera para ver al empresario, decidimos inventar un cuento que pudiera interesarle. Cuando el portero me dijera que yo no tengo el metro setenta, yo diría con tonito sobrado:

–Mire joven, yo no tengo ningún interés en ser bailarina del coro. Yo tengo un número especial. No voy a discutirlo con usted, quiero hablar con el empresario...

El número especial era tan rebuscado que hasta en las Águilas Humanas me hubieran aceptado: yo aparecía en el escenario en una hamaca completamente desnuda, y mi perrito amaestrado me traía la ropa, prenda por prenda.

Un negro gigantesco, vestido de plumas y pieles, me vestía poco a poco. El negro se llamaba Rogelio y era brasileño, pero no nos había acompañado porque estaba recién opera-do de apendicitis. El perrito yo lo llevaba en brazos, mi mo-desto Perejil, al cual le amarramos una cinta al cuello y lo bautizamos Nunú. ¡No se puede negar que el numerito era sensacional!

Nos pusimos de acuerdo con Margarita para nombres falsos; ella sería Florencia Godoy y trabajaba en una peluquería. Yo era Regina Ahumada y estaba momentáneamente sin trabajo. Ella era de Linares y yo era santiaguina, pero con alguna experiencia en espectáculos frívolos en el Brasil.

Bien aleccionadas, partimos a las seis y media a Huérfanos 837. Al bajarnos del auto, todo el mundo se daba vuelta a mirarnos. Nosotras nos sentíamos algo más seguras hasta que nos dimos cuenta que lo que miraban era principalmente al perro. De repente un niñito me apuntó con el dedo y gritó: "¡Mamá! Ahí va la Isabel Allende disfrazada!" Eso terminó de asustarme y si no es por Margarita que me pesca de un ala y me arrastra hasta el teatro me habría vuelto a la casa.

La prueba de fuego

En la portería del teatro había algunos hombres dándose vueltas. Nos miraron de pies a cabeza y uno me susurró un "mijita" que me dejó temblando. Nuevamente Margarita sacó patas y se acercó al boletero:

–Venimos por el aviso del diario...

El hombre nos miró detenidamente y yo me tapé la cara con el pobre Perejil, que estaba muy incómodo con la cinta en el cuello.

–Esperen un momento –dijo el boletero y desapareció detrás de una puerta.

A los pocos minutos se abrió la puerta y apareció una señora que parecía tía.

–Pasen por aquí, niñitas –dijo indicándonos una puerta lateral que daba a una angosta y decrépita escalera.

Llegamos a un segundo piso oscuro y con olor a polvo de siglos. Nos introdujeron a una pieza grande donde colgaban del techo los vestidos de las bataclanas, en bolsas plásticas. Dos señoritas cosían tranquilamente a la luz de una ampolleta, frunciendo los vuelos para un vestido color turquesa. Unas plumas blancas coronaban una silla sobre la cual descansaba un gigantesco y precioso gato gris, al cual se le erizaron todos los pelos apenas vio a Perejil. Había un biombo y un gran espejo.

–¿Las dos quieren trabajar aquí? –preguntó la señora que parecía tía.

–Bueno... yo no tengo un metro setenta –murmuré yo absolutamente aterrorizada y olvidando completamente el cuento del negro que me vestía y el Perejil que pasaba la ropa.

–No importa, hijita –dijo la señora– se ve muy bien formada. Vamos a ver primero a su amiga. A ver, pase por aquí detrás del biombo y quítese la ropa. Como ustedes comprenderán, tengo que verlas enteras. ¿Saben en qué consiste este espectáculo?

Yo me tragué la lengua, pero Margarita entabló conversación rápidamente. Sin ningún pudor se sacó la ropa y quedó en bikini. La verdad es que yo había pensado en todo menos en la posibilidad de tener que desvestirme, así es que otra vez las ganas de huir me cayeron como una teja en la nuca. Pero no podía dejar sola a mi pobre amiga.

–Usted está muy bien. Tiene facha para modelo. Es muy simple, tendrá que pasar con un traje del Lejano Oeste. ¿No le importa aparecer con el pecho descubierto? Usted sabe que ésa es la moda ahora... en todos los teatros... ¿No ha visto las sicodanzas?

–Mire, en realidad no me importa –dijo Margarita– mi madre está muerta, así es que yo no tengo respeto. Si ella estuviera viva sería distinto.

Todas pusieron cara de comprensión y de ayudándola a sentir. Menos yo que casi me trago la cinta del Perejil tratando de ahogar la risa.

–Bueno, ahora le toca a usted –dijo la amable señora señalándome. Páseme el perrito y quítese al ropa.

Yo retrocedí como una laucha asustada.

–¡Es que no tengo el metro setenta! –chillé despavorida.

–No importa. Se ve de buen cuerpo, servirá de todos modos. ¿No creen? –preguntó a las otras dos mujeres que me miraron de pies a cabeza y aprobaron sin mucho entusiasmo.

Con el padrenuestro en los labios me quité la ropa, descubriendo con espanto... ¡que andaba con calzones de lana! Quedé desnuda de arriba. Me hicieron ponerme unos zapatos dorados de taco aguja Nº 37 (yo calzo 35) y luego tuve que caminar para allá y para acá, con los calzones de lana de colegiala, equilibrándome difícilmente en los tacos aguja. Me veía absolutamente grotesca. ¡Nunca, en toda mi vida, me he sentido más desgraciada! Esperé el veredicto de la señora-tía con los ojos cerrados, atorada de humillación.

–Está muy bien, hijita. Usted también sirve. Quedan las dos contratadas inmediatamente. Tenemos solamente dos vacantes. Usted que es bajita, servirá como bailarina, porque tiene gracia para moverse. Aquí el coreógrafo, a punta de gritos, les enseña en quince días a actuar sobre el escenario. Los ensayos son de tres a cinco, todos los días.

–¿Ah? –murmuré, totalmente segura de que me estaba tomando el pelo.

Me puse la ropa rápidamente, agarré a Perejil y me refugié detrás del biombo. La señora, con su característica amabilidad, hizo la observación de que yo era muy tímida, pero que pronto se me pasaría.

–Yo me como las uñas –dijo Margarita para distraerla. Pero me puedo poner uñas postizas. Además uso relleno en

el sostén.

–Las uñas no importan y aquí rellenamos todo. No todo lo que brilla es oro sobre el escenario, no se preocupen –dijo la encantadora tía. Preséntense el lunes a las tres con zapatillas o zapatos de taco bajo, para comenzar los ensayos.

–Nos gustaría saber cuánto pagan –dijo Margarita Ureta con aire de persona diestra en los negocios.

–Cinco mil escudos para su amiga y seis para usted. Eso es sólo para empezar, porque alrededor de octubre se reajusta y quedarán ganando alrededor de diez mil escudos. Además son empleadas particulares. Ustedes tienen que comprar sus medias panty y sus zapatos, que son de esos antiguos con taco aguja. Esos zapatos son muy baratos y no importa el color, porque nosotros aquí los pintamos dorados. El vestuario corre por nuestra cuenta.

Margarita y yo nos despedimos diciendo que tendríamos que pensarlo, porque nos parecía muy poco el sueldo para trabajar todos los días hasta altas horas de la noche y con sólo dos días de permiso al mes, pero que nos gustaba mucho el ambiente. (Nadie nos preguntó ni siquiera el nombre, así es que las mentiras no hubo necesidad de decirlas).

Salimos del Bim Bam Bum gratamente sorprendidas. No era un guatón mafioso el que nos recibió, sino una adorable señora en un ambiente perfectamente respetable y profesional. Afuera esperaba Miguel, paseándose como un león enjaulado, junto a muchos otros hombres que hacían cola para comprar entradas o aguardaban ver pasar a las "artistas". Varios nos silbaron, dos nos siguieron y uno casi me da un agarrón antes que nuestro protector alcanzara a pararse a nuestro lado con actitud de guardaespalda. Llegamos hasta el auto y una vez dentro soltamos la carcajada. (Yo todavía no me repongo de la sorpresa y el gusto de haber sido aceptada en el Bim Bam Bum. Es lo mejor que me ha pasado en muchos años, ¡lástima que no pueda aceptarlo! El sueldo no me conviene...).