Micaela y Sebastián, mis dos hijos, nacieron después de once vitros. Micaela es la décima y Sebastián, la undécima. Recuerdo bien cada uno de esos intentos. Fueron el centro de mi vida durante diez años. Pero el que nunca voy a olvidar fue el primero. A pesar de haber vivido antes experiencias difíciles, aquella fue la primera vez que me enfrenté de cara y desnuda a la brutalidad de la vida. Estaba convencida de que a pesar de las bajísimas tasas de éxito que en ese entonces tenían estos procedimientos, yo lo lograría. Era un asunto de querer con toda mi alma, de entregarme entera, de hacer cada uno de los pasos de forma sistemática. Así había logrado muchas cosas en mi vida, a punta de esfuerzo y responsabilidad. Así había salido adelante mi familia, mis abuelos cuando llegaron a Chile escapando de la persecución a los judíos en Ucrania, mis padres cuando huyeron de la dictadura. Con perseverancia, con tranquilidad, con confianza, habíamos salido adelante. ¿Por qué no sería lo mismo esta vez?
Fui la más aplicada de las pacientes. Estaba todos los días en la clínica una hora antes para que me sacaran sangre y me hicieran las ecografías. Luego, por la tarde, yo misma aprendí a pincharme para suministrarme las hormonas. Tenía un rincón donde llevaba a cabo este rito, frente a la ventana, donde la luz me alcanzara y llenara de energía aquella poción mágica que haría que mis óvulos crecieran.
Y crecían. Crecían. Yo los veía crecer. Luego vino la fecundación. No importaban la anestesia, la sala de operaciones, el dolor. Porque cuando saliera de todo eso, cuando despertara, mi bebé estaría ya anidado en mí. Pero claro, había que esperar. Dos semanas con las piernas en alto para que ese niño, que yo sabía estaba ahí, no se escabullera entre mis piernas. Y mientras aguardaba, la esperanza hacía sus juegos, tan propios de ella, imágenes, sensaciones, la certeza de una maternidad que añoraba con todo mi ser.
Al cabo de dos semanas me hice el examen. Mi vientre estaba vacío. No había nada, ni rastro de una vida. Nada, nada. Recuerdo el impacto en mi corazón. Como un disparo. Y luego llorar, llorar, dos días, tres días llorando, sin parar, apenas durmiendo, porque me despertaba en medio de la noche ahogada en lágrimas.
Hasta que salí. No recuerdo después de cuántos días. Pero salí, y algo muy profundo cambió en mí. La noción de mi finitud, de mi pequeñez. Pero también la certeza de que después de eso podía resistir cualquier cosa. Al año siguiente volví a hacerlo, y al siguiente, y al siguiente. Conocí muchas mujeres en el camino, todas, como yo, infértiles, que habían puesto todas sus esperanzas en la fecundación en vitro. La mayoría, como yo, no lo lograba. Venían otras, más jóvenes, y yo seguía ahí, intentándolo.
En un momento mi doctor me aconsejó que viera un siquiatra. Aquella tozudez mía rayaba la incoherencia. Recuerdo que hablé por veinte minutos, ella otros tantos, y me fui. No estaba loca. Simplemente tenía que seguir. Y seguí. Hoy Micaela tiene 23 años y Sebastián, 21. Es la primera vez que cuento esto. No sé porqué lo hago, tal vez porque a pesar de haber pasado diez años luchando para tener mis hijos, tengo la convicción de que las mujeres debemos tener el derecho de elegir nuestra maternidad, sin condiciones, sin cláusulas, sin restricciones, de forma segura, protegida y digna.
Dedico esta columna al gran doctor Fernando Zegers, dador de vida.