“Me hubiese gustado que alguien me dijera que mi hijo no era malo, era hiperactivo”

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“Desde mi embarazo que supe que Leo, mi hijo, sería distinto a su hermano. ‘Va a ser futbolista’ solían decirme, por las patadas que me daba desde la guata. El día que aprendió a caminar, no miró nunca más para atrás; valiente, rápido, temerario y audaz. Él solo corría a una gran velocidad y mamá y papá tenían que atraparlo antes de que cruzara una calle. Una vez que paraba y nosotros lográbamos acercarnos para agarrarlo, echaba a correr con más fuerza.

Cuando tuvimos que mudarnos a Sídney, porque yo estaba haciendo un magíster, nos dimos cuenta de que la personalidad de Leo no era bien recibida por muchos australianos, quienes son muy respetuosos del territorio personal y se preocupan por no invadirlo. Leo traspasaba ese límite fácilmente y era yo, una persona más bien tímida y tranquila, quien tenía que pedir disculpas por sus travesuras. Leo no tenía ni dos años.

De vuelta en Chile notamos que ni nuestra familia extendida ni nuestros amigos querían invitarnos a sus casas por su hiperactividad. En algunas ocasiones, incluso, mi propia hermana me invitaba a su casa, pero acompañada de un ‘ojalá’ solo con mi hijo mayor. Para los cumpleaños invitaban a los otros primos y a nosotros no, porque Leo, decían, ‘era malo’. El resto de la familia lo llamaba ‘el terremoto’, y cada vez que los primos hacían embarradas, le echaban la culpa solo a él.

Sabía que el colegio sería aún más desafiante que la familia y así fue; desde Pre-kinder hasta quinto básico fue donde tuvimos los mayores problemas, cuya personalidad no tardó en hacerse notar.

La primera vez que recibí una llamada del colegio fue para decirme: ‘tranquila, no es nada grave ya lo encontramos’; estuvo una hora desaparecido y lo buscaron por todo el colegio, en primer lugar, en la piscina y, luego, en una plaza ubicada al frente. Estuvo en todo momento en el baño, viendo cómo sus profesoras lo buscaban. A raíz de ese y otros incidentes quedó condicional, lo que implicaba firmar una carta de compromiso, adscribiéndose al reglamento del colegio año a año. Las profesoras fueron amables, pero siempre me decían que debía estar más presente. Yo solo decía que trabajaba en cuatro lugares distintos y que no tenía mucho tiempo extra para estar con él.

Cuando entró a primero básico yo estaba haciendo un doctorado, además de trabajando a tiempo completo. No veía a mis dos hijos de lunes a jueves, ya que llegaba a casa a las 22:30 y estaba fuera desde las 7:30. A esas alturas las profesoras no podían entender que yo quisiera seguir desarrollándome académicamente, teniendo hijos y ‘más encima’ teniendo un hijo como Leo. ‘Le falta mamá’, ‘deberías pasar más tiempo con él’, ‘quizás es el momento de plantearse las prioridades’ eran algunas de las recomendaciones que recibía. Mi marido en cambio, nunca recibió ningún comentario. Entre sus amigos, mi hijo destacaba como alguien loco o simpático, decían que iba a ser bueno para deporte, lo tomaban como alguien más lúdico. A mí en mi entorno me responsabilizaban y yo también me responsabilizada de su bienestar académico, social y emocional.

Un día tuve un incidente que me marcó. Yo lo llevaba todos los días a la plaza frente al colegio para que botara energía y, en esta ocasión, por primera vez, dejé que fuera con una mini pistola de juguete, vacía, es decir, sin los cartuchos de plumavit. Jugó como todos los días, de manera más intensa que los otros niños, subiéndose al resbalín por la pendiente, saltando en los columpios, trepándose a todos los árboles, etc. Yo siempre modelaba su comportamiento, pensando, muchas veces, más en los demás que en mi propio hijo. ‘Cuidado’, ‘Deja que se suba la niña primero’, ‘no grites, no molestes’, etc. Esto siempre me agotaba, pero sentía que era lo que tenía que hacer para mantener la armonía social y por respeto a tod@s l@s niñ@os y madres y padres. Este día fue distinto. Estaba cansada, los estudios y el trabajo me tenían muy desganada y por primera vez me quedé sentada en el suelo, como en una especie de cuneta y Leo jugó a sus anchas. En un momento, él apunta con su pistola a una niña y hace como que le dispara, aunque como ya había mencionado, esta no tenía las balas. En ese instante, el papá de la niña grita: ‘Me tiene chato este pendejo’ y comienza a decir una cantidad de garabatos y calificativos sobre mi hijo que por primera vez en su vida se quedó quieto. Luego, el hombre avanza hacia donde yo estaba y me grita ‘Mira cómo has criado a tu hijo, eres una estúpida y me tiene chato tu hijo que siempre viene a esta plaza y se porta mal, ¿dónde estás tú que no lo controlas?’ . Yo pedí perdón por el comportamiento de Leo, pero luego lo defendí con garras. A los minutos, se incorporó la señora del hombre a increparme, diciendo exactamente lo mismo, esta vez agregando que yo era una ‘mala madre’. El hombre remató ordenándome que no llevara nunca más a mi hijo a esa plaza. Lo más doloroso es que las mamás que estaban con sus hijos asintieron, me miraron feo y me dieron la espalda. Dolió mucho. ¿Qué saben ellas de todas las dificultades que tuve con la crianza? ¿Qué saben de los sacrificios, las levantadas a las 4 de la mañana para poder trabajar, estudiar y criar a la vez? ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar a quienes se desvían del estándar?

Hoy Leo, que ya está en la adolescencia, es un niño alegre, sociable, chistoso. Canalizó su energía en el deporte, eso reafirmó su autoestima porque lo valoraron en el colegio. Fue cambiando su personalidad, también se tranquilizo con la llegada de sus hermanos y con la pandemia, porque estuvimos mucho más juntos.

Ahora pienso que la culpa por no estar tanto tiempo con él de niño me llevaba a no ponerle tanto limite, quería tener buenos momentos en el poco tiempo que teníamos. Ahora saco esas conclusiones, pero la verdad es que en ese tiempo tuve que hacer lo que tenía que hacer, quería desarrollarme profesionalmente, no me culpo. La culpa no sirve de mucho en la crianza. La crianza es un proceso súper solo, sobre todo cuando los hijos no se adaptan a lo que se espera. De todas maneras pienso que debí haber perdido menos tiempo en que lo aceptaran y haberle dedicado más tiempo a él, a escuchar sus necesidades y de acuerdo a eso haber buscado soluciones en vez de haber insistido en que se adaptara a las del resto. Me hubiera gustado haber tenido la confianza de que estaba haciendo lo que mejor podía y eso era suficiente. Me hubiera gustado que alguien me dijera que la hiperactividad de mi hijo no era algo malo, que no duraría para siempre, que se iría calmando. Que él no era un niño malo, solo era inquieto. Sobre todo que me dijeran que no era mi culpa y que no estaba sola”.

Constanza es lingüista y tiene 40 años.

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