Partí esta relación a comienzos de la universidad, que fue una etapa de mi vida muy importante porque me formé como mujer. En el colegio no tenía idea lo que me gustaba, no sabía para dónde quería ir en la vida, tampoco tenía límites ni una identidad muy marcada y mi relación con él fue de la mano de un proceso de transformación propio.
Nuestros primeros dos años como pareja fueron muy emocionantes. Tenía la sensación de, finalmente, haber encontrado a esa persona que me correspondía en interés y cariño. Ya no era yo pidiendo amor y atención. Estábamos súper enamorados los dos; él sacaba la mejor versión de mí y yo la de él. Una versión que, pasado el tiempo, se diluyó.
Al principio de la relación me encerré mucho en él porque lo quería conocer y estar todo el rato a su lado. Al menos a mí me daba lo mismo que todo girara en torno él y que mi día a día fuese para él. Lógicamente eso hizo que me alejara de mis amigas y de a poco noté que perdía mi esencia. De ser muy amistosa, independiente, sociable y abierta, pasé a estar todo mi tiempo libre con él en casa.
Empezamos con una rutina que no me llenaba y que me tenía muy desencantada. Me despertaba en la mañana y sabía perfectamente cómo sería mi día: recibía un WhatsApp de buenos días de él, completamente enamorado, siendo muy cariñoso; nos juntábamos en la noche después del trabajo; y antes de dormir, me mandaba otro WhatsApp de buenas noches. Al día siguiente exactamente lo mismo.
Me cuestionaba mucho si tener una relación larga implicaba eso, que se acabara la emoción, que la rutina terminara con la pasión. Por un lado, me tranquilizaba compararme con mis amigas, veía que a todas les pasaba. Pero me preocupaba porque también veía la relación preciosa de más de 30 años de matrimonio de mis papás que, si bien tenían una rutina, hasta el día de hoy, rompen con eso con detalles y sorpresas para el otro y no se aburren. Ellos me enseñaron que la emoción sigue siendo una característica de una relación sana, que sigue existiendo la pasión, que uno nunca se deja de conocer y yo me había contentado con algo plano.
Así que cuando formalizamos la relación –ya estábamos más seguros y ya nos conocíamos lo suficiente– traté de retomar mi vida, mis amistades y mi personalidad. Intenté volver a acercarme a mis amigas y amigos, pero para él era muy extraño dejar de vernos cuatro veces a la semana o que me relacionara amistosamente con hombres. Se insegurizaba y lo veía como un ataque personal. ¿Te pasa algo conmigo?, me preguntaba cada vez que yo prefería salir con mis amigas. Me frustraba mucho porque yo lo adoraba, lo respetaba y sabía que mis salidas nunca me iban a alejar de él. Era súper frustrante porque al final lo veía sufrir por algo que yo necesitaba.
Empecé a ver detrás de esos primeros dos años mágicos, a una persona mucho más casera, tímida, que le complicaba (o no le interesaba) conocer gente. Me topé también con una versión de mí misma irreconocible. Y cuando me di cuenta de que me había transformado en algo para adaptarme a él, supe que no podía seguir así, pero no me atrevía a hacer un cambio.
Sin embargo, volver a salir implicaba discusiones y explicaciones. Intentaba expresarle que no era que lo quisiera menos, sino que necesitaba tener mi vida propia. “Yo necesito ser un camino, tú otro y en paralelo, caminar juntos”, le decía. No podía ni quería fusionar mi vida con la de él y eso le dolía, así que no me soltaba. Como consecuencia, me fui poniendo más fría y plana. Y en el intento de evitar conflictos, dejé de “producirle celos” saliendo con mis amigos y caímos en una rutina peor.
Nos quedábamos en la casa y todos los panoramas eran entre dos, porque cada vez que involucrábamos a más gente, terminaba en una pelea: porque no lo pesqué o porque no sé quién me miró de tal manera.
En un momento me di cuenta de que había pasado mucho tiempo en el que no conocí a alguien nuevo, que comencé un hobbie nuevo, que no viajé ni tomé decisiones más radicales en mi vida, porque no quería perturbar la tranquilidad que tenía con él. Porque hacer un movimiento brusco podía implicar que él se insegurizara.
Era consciente del impacto negativo que esto tenía en mi vida y sabía que había que cambiar las cosas, pero me era muy difícil, no me atrevía. En vez, tomé una postura de estar constantemente triste, cuestionándome mi relación y preguntándome infinitamente si estaba feliz. Y yo ya sabía la respuesta. Pero si bien era rutinario, él era mi soporte en todos los sentidos, porque como me encerré solo en él, sentía que si terminaba, no iba a tener a nadie tampoco.
No soy una persona fácil. Tuve durante esos años problemas de salud mental y él fue muy apañador en ese sentido y siempre estuvo ahí para mí, entonces uno siente que al soltar a alguien así, se tira al vacío y a la incertidumbre.
Nunca me atreví a terminar directamente. Así que, con siete meses de anticipación, le conté que me iba a estudiar afuera para hacer un magíster y que quería ir sola. Al principio me insistió con que él también podía ir, pero dejó de hacerlo cuando entendió lo importante que era para mí hacerlo sola. La idea de salir se sentía como escapar de la realidad, de lo que podía significar terminar. No me atrevía a estar en el lugar en donde siempre tuve mi rutina, sola, sin él.
Nuestro término fue muy doloroso porque se dio a entender que fue por el viaje, pero claramente el subtexto era algo que los dos sabíamos. La rutina, la pérdida del amor y la pasión, habían acabado con nuestra relación, pero los dos nos seguíamos teniendo demasiado cariño y decidimos verlo como algo positivo. Fuimos capaces de ver que nuestra relación se había desgastado, que nos habíamos metido en una rutina y que ya no nos mirábamos el uno al otro como una pareja, sino como amigos.
En los meses antes de mi viaje lo conversamos todo, cada detalle que nos ponía nerviosos, como qué pasaría si nos emparejábamos con otras personas, o sobre el tipo de relación que tendríamos a mi vuelta. Y eso fue súper bueno porque nos permitió darle un cierre amable a nuestra relación.
Sorprendentemente, lidiar con el quiebre fue un camino fácil. Pensé que me iba a caer en un hoyo, que me iba a desestabilizar mucho, que iba a echar demasiado menos, pero no fue así. Cambié de aire, de gente, no tuve que verlo durante un año, caminé por calles que nunca había caminado con él, hablaba con gente que no lo conocía. Mi día a día no me traía recuerdos de él.
Eso sí, fue difícil en términos de personalidad volver a abrirme. Al principio me sentía muy tímida. Me costó un poco relacionarme con la gente. Fue un proceso lento de exponerme de nuevo al mundo, de volver a socializar, hacer amistades desde cero y tener la libertad de encontrar atractiva una persona y no sentirme culpable de coquetear. Fue el tiempo el que me permitió volver a ganar confianza en mí misma y a quererme por quién soy.
Sofía es lectora de Paula y tiene 26 años.