“¡Balón gástrico! Adelgaza de manera segura, sin riesgos ni operaciones (primera consulta gratis). Con el balón gástrico logras perder desde 10 hasta 15 kilos”, decía una publicación que encontré en redes sociales el 23 de agosto de 2020, en plena pandemia. “¡Una maravilla!”, pensé. Sonaba como una solución milagrosa para mí, que me he pasado en dietas restrictivas desde los seis años, fluctuando entre los 61 y los 94 kilos en distintas épocas de mi adultez. La última cuando me separé, a mis 33 años y subí de 68 a 94 kilos.

Cuando vi el aviso me esperancé. No tenía grandes fondos para invertir –aunque venía un salvador primer retiro de la AFP–, pero también pensé que no me podía perder esta súper “oferta” de $1.990.000 por instalación del balón y luego, $1.090.000 por retiro. Pero pensé que el milagro valía la pena, así que, sin darle muchas vueltas, tomé contacto, fui al médico, me hice los exámenes solicitados –todos salieron perfectos– y me sometí a este procedimiento endoscópico el viernes 4 de septiembre de 2020 a las dos y media de la tarde. Fue un fin de semana inolvidable.

Salí a la sala de recuperación por la anestesia poco antes de las tres. En el mismo lugar, una persona ya se estaba recuperando, y balbuceaba que esta vez sí esperaba bajar de peso, porque ya había suspendido dos veces el matrimonio por estar gorda. Mientras, yo despertaba de la nebulosa que provoca el adormecimiento químico. Finalmente, me ayudaron a vestirme y me pusieron en una silla de ruedas. Mi acompañante me esperaba afuera. Me pasaron una carpeta y el médico me dio un par de indicaciones: comprar un antiespasmódico y volver al día siguiente a hidratación.

Pasé a la farmacia con una sensación similar a la que se siente después de comer demasiado. Llegué al departamento y me acosté. Desperté abruptamente pasadas las siete de la tarde con mucho dolor en la boca del estómago. Luego sentí presión y la sensación de que el balón se quería salir por la garganta. Empecé a vomitar espuma blanca porque no tenía nada más en el estómago, llevaba más de 24 horas en ayunas. El dolor era cada vez más intenso. A esas alturas lloraba en el baño y le pedía perdón a mi cuerpo por lo que le había hecho.

A las diez de la noche no pude más y me fui a la urgencia. Era tan fuerte el dolor, que incluso pensé que lo mejor sería que me sacaran el balón, aunque perdiera la plata. Entré llorando, y al evaluar mi escala de dolor en el triage, me hicieron ingresar de inmediato. El médico de turno me revisó e inyectó analgésico, pero una hora después el dolor volvió. A las doce de la noche decidieron hacerme un escáner. No podía tragarme el líquido de contraste, estaba desesperada de frío y dolor. Me tuvieron que llevar dos veces, hasta que finalmente logré tomar la mitad del líquido. Resultado: el balón estaba bien instalado. Sin embargo, los dolores continuaban y no me daban tregua. Cuando ya eran casi las tres de la madrugada me inyectaron fentanilo. Fue lo único que logró desactivar el dolor y al fin pude descansar.

Me mandaron a casa con un medicamento fuerte. Yo me puse el balón un día viernes pensando en que el lunes estaría bien para ir a trabajar, pero el dolor, a pesar de que estaba mitigado por el medicamento, no daba tregua y escasamente lograba dormir sentada. Además, no podía tomar agua, tenía los labios partidos y la boca seca y blanca. Así pasaron los días, las semanas, incluso meses y yo no lograba estar bien. Además de la incomodidad por el dolor, parecía una embarazada de seis meses por la hinchazón. El 3 de noviembre decidí escribir otra vez a la clínica. Al mes de la cirugía ya lo había hecho, pero la respuesta del doctor fue que existen casos excepcionales de personas que se demoran más en tolerar el balón gástrico. Yo era uno de ellos.

Durante todo ese tiempo solo pude comer fideos cabellos de ángel porque las verduras no las toleraba, me causaban hinchazón y reflujo. Fui a la visita con la nutricionista y me pesó: 73.6 kg. Había ingresado con 78, por lo tanto bajé poco más de cuatro kilos en casi dos meses, comiendo cien gramos de comida molida o media papilla, sin verduras ni frutas. Desde ahí, nunca más bajé de peso. Es más, en enero empecé a subir nuevamente de peso -con balón incluido- y el reflujo constante aún me obligaba a dormir sentada. A esas alturas ya nadie entendía cómo podía seguir con ese balón dentro del estómago, pero pensar que tenía que pagar más de un millón de pesos para que me lo sacaran, me indignaba. Es que me costó mucho asumir el fracaso absoluto. Mi único consuelo era pensar que quizá si no me hubiese puesto esto, habría subido más de peso durante la pandemia.

Hasta que decidí sacarlo, el viernes 1 de octubre, a las catorce horas. Llegué a la clínica y mientras me atendían en el mesón, lloraba de indignación e impotencia. Estuve muy frustrada por meses, no podía entender dónde había estado mi cabeza cuando decidí tomar esa decisión y perder mis tres retiros de la AFP en una cirugía para bajar de peso, aunque de salud me encontrara bien.

Los días que vinieron comencé de a poco a sentirme mejor, pero físicamente, porque emocionalmente estuve muy mal. Aunque hacer esta cirugía fue una decisión que tomé “sin presiones” –uso comillas porque aunque nadie me obligó a hacerlo, vivimos en una sociedad en la que constantemente nos dicen que tener kilos de más es un defecto, que solo hay una forma de ser linda y eso es ser delgada– , creo que esta experiencia ocurrió por algo y entendí que venía de la mano de un aprendizaje. El más importante es no volver a traicionarme a mí misma. Y es que hasta antes de ponerme el balón gástrico, me había prometido ser la mejor versión de mí misma, sin presiones. Fue una promesa que rompí y eso es lo que más me duele. Pero ya me estoy perdonando.

También comprendí que muchas veces las personas engordamos, cuando no se trata de un problema endocrino, por emociones no resueltas. En mi caso nunca aprendí a expresarlas y me refugié en la comida para aliviarlas. He estado leyendo mucho sobre psiconutrición y sobre cómo nos dañamos con estereotipos. Obviamente este proceso no es automático. Los pantalones que me quedaban bien y holgados cuando bajé un poco más de peso ahora me torturan, pero ya no me subo a la pesa porque sé que eso me deprime y me hace odiarme por sentirme constantemente fracasada. Por la misma razón tampoco quiero probar dietas nuevas o procedimientos milagrosos, porque entendí que no es el camino. Aunque sigo con la esperanza de bajar de peso de manera saludable, esta vez lo haré solo hasta sentirme cómoda. Ya desistí de tener un cuerpo que no es el mío.

También me puse la meta de hacer más ejercicio. Empecé caminando alrededor de 4 kilómetros con unas amigas después del trabajo y en total alcanzar los 10 mil pasos. No siempre lo logro, pero me hace sentir bien. Sé que este es un proceso largo, mal que mal implica deconstruir estereotipos sobre el cuerpo que me enseñaron desde niña. Además estoy en terapia, no necesariamente para bajar de peso, pero sí para terminar de comprender por qué llegué a este punto y así, después de tantos años, lograr mi paz mental”.