“Me encontraba de rodillas llorando desconsoladamente sin importar quién pasaba por mi lado en la mitad del aeropuerto de un país desconocido. Llevaba un día y medio viajando en avión, no había comido ni tomado nada en horas, no tenía cómo sacar plata del cajero porque mi tarjeta no funcionaba en ese país y la casa de cambio en la que esperé tres horas por un número de atención, no aceptaba la moneda de procedencia del país del que venía. Los que fueron probablemente un par de minutos llorando con el corazón desgarrado, para mí parecieron horas. Había estado meses en silencio, incapaz de mirar con lógica todo lo que pasaba y más bien, actuando como un robot, despersonalizada y ajena. En ese aeropuerto dejé explotar todo lo que necesitaba salir hace tanto y me sentí sola, tonta y rota. La historia había comenzado casi ocho años atrás, mientras estudiaba en una universidad en el sur de Chile. Allí conocí al que luego se transformaría en mi marido, del cual me separé 24 horas antes de llegar a ese aeropuerto.

Todo partió en 2012. Nos conocimos porque ambos participamos de diversas actividades de voluntariado en la universidad que estudiamos. En ese sentido éramos bien parecidos, muy sociables y extrovertidos. Comenzamos un pololeo tradicional, teníamos amigos en común y salíamos bastante. En los carretes él solía tomar mucho, pero a esa edad el consumo de alcohol muchas veces se normaliza. En diversas ocasiones me lo tuve que llevar casi en estado de bulto, pero no le tomé mucha importancia, no pensé que podría tener un problema más grave con el alcohol. Además tenía otro lado encantador, era él quien me sacaba de mi estructura porque, aunque éramos muy parecidos, yo era mucho más cuadrada y responsable.

Cuando terminamos la carrera vivimos un tiempo en Santiago, pero no logramos acostumbrarnos así que volvimos cada uno a la casa de nuestros papás en el sur. Fue ahí cuando planeamos vivir un tiempo fuera del país. Pensamos que sería una linda experiencia, hacer una pausa en nuestras carreras y conocer otra cultura. Elegimos Nueva Zelanda ya que varios conocidos se habían ido allá. La idea era trabajar un tiempo, en lo que fuese y terminar la aventura con un viaje por el Sudeste Asiático. Incluso tuvimos planes de irnos después a España y buscar pega allá un tiempo.

Compramos pasajes para marzo de 2019 y en enero de ese año me pidió matrimonio. Mi primera reacción fue de sorpresa, porque en ese momento mi cabeza estaba ocupada en el viaje. Pero acepté porque me pareció que era una buena idea irnos casados, además me gustó su gesto, otra vez con sus “locuras” me sacaba de mi estructura. Así que organizamos todo rápido, invitamos a los amigos más cercanos y el 15 de marzo nos casamos. Teníamos pasajes para el 28, y partimos.

El tiempo previo al viaje siguieron ocurriendo esos episodios en que él se borraba producto del alcohol. Yo seguí pensando que era dentro del marco de un carrete, como tantos otros jóvenes. Lo mismo que con la marihuana, me decía que fumaba poco y que lo tenía controlado. Lo único que me llamó la atención algunas veces, es que cuando no quería tomar mucho, prefería no tomar nada. Era como si no pudiese controlarlo. Se tomaba un sorbo y ya no podía parar. Pero en realidad como todo en él era intenso y no había término medio, pensé que con el trago pasaba lo mismo.

Cuando llegamos a Nueva Zelanda nos dedicamos solo a trabajar. Y era trabajo duro, no era algo a lo que estuviéramos acostumbrados. Fuimos temporeros y también trabajamos lavando loza en restoranes. A veces era frustrante, pero seguimos. Pero de a poco él se comenzó comportar de manera extraña. Estaba como ido. Esa personalidad extrovertida, del gallo que llega a un lugar y se hace amigos, que conversa, muy carismático y positivo, se había apagado. Pensé que era porque no se acostumbraba al lugar y que sería algo pasajero. Pero me equivoqué, cada día se veía más callado y angustiado. Luego aparecieron las pesadillas, se despertaba muy angustiado en las noches.

Conversé con él para entender qué le estaba pasando, pero ni él mismo lo tenía tan claro. Me empecé a sentir tan perdida, que le pedí a mi psicóloga que me asesorara. Le conté los síntomas y me dijo que lo más probable es que estuviera con un brote psicótico, porque a esas alturas ya no solo se sentía perseguido en sus pesadillas, le ocurría despierto, a cada rato. Ahí él me confesó que en el periodo previo al viaje, además de mucho alcohol había consumido drogas. Y parece que en una cantidad importante porque según mi psicóloga, el cuadro que estaba desarrollando podría ser producto de esto. O de la abstinencia, porque allá no tenía la oportunidad de consumir ni drogas ni alcohol. Me dijo también que lo mejor era que él volviera a Chile.

A los dos días de esa conversación llegué de mi trabajo y él había desordenado todos los cajones. Me dijo que estaba buscando la tarjeta de crédito porque se iba a volver. Antes de eso muchas veces le ofrecí que nos volviéramos juntos, pero no quiso. Me decía que tenía que resolver esto solo. La única vez que me pidió que volviera con él, fue el día de la despedida. Esa escena fue terrible, muy gris. Me quedé sentada un buen rato en shock, no entendía bien qué estaba pasando.

Al día siguiente me tocaba trabajar y me levanté igual. La psicóloga me dice que mi reacción de intentar seguir como si nada fue como un arma de defensa producto de lo que estaba viviendo. Mal que mal no habían pasado más de seis meses desde que nos casamos y partimos de Chile con la expectativa de vivir una nueva experiencia juntos. Y con lo que me encontré fue con una parte de mi marido que nunca antes vi. Ahí supe también que el tiempo que pololeamos, sus excesos eran mucho mayores de lo que yo pude ver.

Ese día en el trabajo recibí un mensaje de su hermana. Me decía sin preambulos que mi marido había llegado a Chile y había tenido un intento de suicidio. Quedé en blanco. Intenté comunicarme con su familia, quienes me culparon de todo. Hablé también con la mía y decidí volver a Chile ese mismo día. No para verlo a él, porque fue en ese momento que entendí que yo también había normalizado muchas conductas que eran dañinas, incluso antes de casarnos y viajar. Había normalizado su inmadurez y sus excesos a tal punto de no ver que lo hacía a escondidas de mí ‘¿Cómo no me di cuenta antes de su comportamiento errático?’, pensé.

Me fui al aeropuerto y tomé el primer vuelo que encontré. Fue en ese aeropuerto en el que colapsé. Y es que ahí vi más claro que mi única opción era dejar a quien más había amado porque me necesitaba a mí misma. Durante toda esta relación nunca me di cuenta que si bien él es una buena persona, lamentablemente tomó malas decisiones en su vida. De hecho no le tengo rabia ni rencor, porque fui yo la que se equivocó. Las señales estuvieron claras en el momento en que se curaba y me lo tenía que llevar en estado de bulto del carrete, o cuando se iba de fiesta con los amigos y yo no sabía nada de él hasta el día siguiente en la tarde.

Esto ha sido un aprendizaje para mí, porque las mujeres muchas veces nos ponemos al final en la lista de prioridades. Yo pude tomar la decisión de terminar con esta relación que me hacía daño, pero quizás hay otras que no lo pueden hacer por miedo, por sus hijos, por dependencia económica o diversas razones. Repetimos estas historias y quizás este fue el golpe que necesité para terminar con una relación que solo me hacía daño”.