Con esta frase Melissa Jeldes (34) se define en su cuenta de Instagram: “Trasplantada en la Araucanía”. Y es que esta mujer, periodista, hace dos años decidió dar un giro en su vida y se fue al sur, específicamente a Pucón, a vivir en una casa rodante. “Renuncié a un cargo y una pega estable con la que siempre soñé. Hice mi carrera en Socialab, trabajaba en temas de sustentabilidad, pero en un momento me di cuenta de que mi trabajo se limitaba al reciclaje y la gestión de residuos. Yo sabía que la sustentabilidad era mucho más y decidí abrir mis horizontes”, cuenta. Viajó a Europa para aprender más y conocer la mirada europea sobre la innovación social y la sustentabilidad. “Recorrí zonas rurales en Francia, Alemania e Inglaterra y me di cuenta de que allá vienen de vuelta intentando recuperar sus ecosistemas. Entendí que la sustentabilidad era también la reforestación, los humedales, la flora, la fauna y toda la biodiversidad gigante que hay en el país. Allá se habla mucho de la regeneración. Así que cuando volví nos vinimos con mi pareja unos días a Pucón –él es de acá– y se me abrió un mundo. Entendí que éste era mi lugar, pues acá había mucho que hacer y sobre todo aprender”, dice.

¿Por qué en una casa rodante?

Porque son 40 metros cuadrados que es el mismo espacio por el que nos endeudaríamos muchos años para comprar un departamento en Santiago Centro. En cambio podemos acceder a los mismos metros pero viviendo donde queramos. Soy parte de una tendencia de migración pandémica, pero también por el cambio climático. Yo crecí en La Serena pero no elegí irme allá porque no hay agua. Elegí venir al sur como muchos chilenos están haciendo y lo que ha pasado es que la sobrepoblación ha generado muchos desafíos acá. Yo vengo del mundo de la innovación social, mi pega siempre ha sido detectar desafíos para llamar a creativos para que los solucionaran y siempre terminaba en lo mismo, en Santiago. Pero acá hay mucho que hacer.

Lo primero que Melissa hizo en Pucón fue entrevistar a toda la gente que se había ido a vivir allá antes que ella para conocer sus razones y experiencias, y después de eso creó el primer fondo de innovación. Se unió con Sustenta Pucón (fundación que promueve el desarrollo integral y sustentable de la zona), buscaron financiamiento y armaron un proyecto –como dice– con tintes distintos a lo que estaba acostumbrada pues tenía este sello local.

¿Qué tipo de proyectos apoyan?

Creamos Glocal, y el nombre es porque la idea es ‘innovar global impactando local’. Buscamos proyectos que mejoraran la calidad de vida no solo de las personas de la zona sino que también de la biodiversidad, con enfoque regenerativo. Llegaron más de 300 proyectos y los ganadores fueron tres: uno es Pock que valorizan residuos plásticos, pero los más complejos de reciclar y lo transforman en un nuevo material de construcción que sirve para todo tipo de obras, de hecho los restaurantes acá ya comenzaron a cambiar sus terrazas a este material, y esto es importante porque acá los residuos no se pueden gestionar. El segundo fue Ecofiltro, ellos crean humedales artificiales para depurar aguas. Y el tercero es de un chico de acá que hace un paté con el descarte de las verduras, un material orgánico que, de lo contrario, terminaría en el vertedero generando gases. Entonces lo que hace es que todos los meses toneladas de verduras lo transforman en un paté que es un super alimento.

¿Cómo se logra que estos proyectos funcionen?

La clave de esto es articular gente, eso es lo que falta, articular el talento y las voluntades. Un ecosistema de innovación se da cuando articulas tres cosas: un relato común, cuando das incentivos y tercero, cuando articulas redes. Eso para mí es lo más importante. Si me preguntan qué es Glocal, digo que es una excusa para juntar personas y hacerlas conversar: que el Municipio empiece a interactuar con la Universidad de la Frontera, que armen proyectos juntos, que sumen a la comunidad y a las agrupaciones locales. La innovación social hace eso, funciona como un mecanismo para que las personas se junten y formen proyectos.

¿Cómo conviven con la comunidad sin transformarse en una amenaza para ellos?

Yo he visto que los puconinos están felices de que llegue más gente. A veces los mismos santiaguinos son los que dicen ‘estoy aburrido de que lleguen más santiaguinos’. Yo creo que la migración es un derecho que no se le puede vetar a ningún ser humano. Todo tiene que ver con cómo se hace esa migración. No se va a poder detener, por eso hay que buscar que sea una migración respetuosa que no genere daño medio ambiental y en conjunto con el local.

De hecho el Nico Arriagada, que es el que ganó el proyecto del paté, es puconino, y es bueno que haya ganado él porque acá lo conocen todos desde que es chico. Es un ejemplo vivo para que los niños y jóvenes de acá se atrevan también a quedarse acá e innovar. El conocimiento de ellos que crecieron en esta ciudad es invaluable, nadie conoce mejor sus problemas que ellos mismos y por lo tanto tienen que convertirse en protagonistas. Uno no es un héroe que viene a solucionar sus problemas, ellos tienen muchas herramientas que a veces subestiman pero con las que perfectamente pueden ser innovadores. Talento hay mucho. Si hubiesen más oportunidades estaríamos llenos de proyectos increíbles.

¿Cuál ha sido el mayor aprendizaje de estos dos años?

Lo más lindo ha sido valorar cosas que antes daba por hecho. En Santiago abría la llave y salía agua, apretaba un botón y prendía la estufa. Cuando ahora voy a Santiago y lavo la loza voy apagando la llave a cada rato porque acá vivo con un estanque limitado de agua. Tiene un lado duro, no hay que idealizar tampoco porque la vida ni en el sur, ni en el bosque, ni en la casa rodante es fácil. Se sufre el invierno. A veces estás muerta de frío y hay que salir a buscar leña. Pero ‘raya para la suma’, lo agradezco. Me ha hecho valorar cosas simples como el calor, el acceso al agua. Me he vuelto mucho más consciente.