Paula 1215. Sábado 17 de diciembre de 2016.

Acabo de empezar mi octava campaña buscando regalos de Navidad para los pacientes del Instituto Nacional del Cáncer (INC). La idea se me ocurrió el 2008, cuando con mi mamá pasamos la Navidad allá. Entonces ya llevaba cuatro años dándole pelea a un cáncer cervicouterino avanzadísimo. Mi mamá había nacido ahí, en el mismo hospital que antes de dedicarse al cáncer fue una maternidad. Es un edificio antiquísimo, de techos altos, de pasillos eternos, salas en las que caben 12 camas y un patio central maravilloso donde, antes del terremoto, habían árboles centenarios, bancas y una pileta. Ese año llegamos a pasar la Navidad en el INC porque a mi mamá la habían operado; de tanto inyectarse por su cuenta remedios para el dolor se dañó su piel y había que sacarle ese pedacito de piel necrosada.

A las otras operaciones habíamos renunciado. Su cáncer estaba avanzado, las posibilidades de que saliera bien eran mínimas y el precio por la esperanza de una esquiva recuperación era muy alto. Ella no quería vivir así y prefería esperar su suerte con cierta independencia. Discutimos por eso. Le dije que pensara en los demás. Ella me dijo: "La enferma soy yo. Amo la vida, pero no la quiero si me tengo que transformar en una planta. Ya bastantes problemas les he dado".

La abracé y lloramos . Ese día sellamos nuestro destino frente a la enfermedad. No íbamos a pelear. Íbamos a vivir con ella. Ella me enseñó que el amor no solo es aferrarse, el amor es dejar ir.

Pasé mucho tiempo acompañando a mi mamá ahí. Salía a fumar y en el camino observaba a los pacientes en sus piezas absortos en sus pensamientos, muchos conectados a máquinas. Recuerdo el silencio, la resignación, la brisa que se colaba por las amplias ventanas. Y se me ocurrió que, al año siguiente, juntaría regalos y se los llevaría en la Noche Buena. No era ni es gran cosa pero es una excusa para decirles: "oiga, no está solo, luche, no se deje abatir, le doy fuerza y amor". Y así empecé. Aunque ahora que lo pienso empecé antes.

Leer en la sala de espera

Mi mamá recibió su diagnóstico de cáncer creo en 2004, no sé bien porque esos años son como una nebulosa. Pero con ese diagnóstico llegamos al INC y a poco andar fuimos a dar a la Unidad de Alivio del Dolor y Cuidados Paliativos. Ahí nos dijeron algo así como "no sabemos hasta dónde vamos a llegar, pero sea como sea el camino, haremos lo posible porque no tenga dolores, porque tenga buena calidad de vida".

"Pasé mucho tiempo acompañando a mi mamá. A veces salía a fumar y observaba a los pacientes absortos, conectados a máquinas. Se me ocurrió juntar regalos y llevárselos en la noche buena. Era una excusa para decirles: 'oiga, no está solo, luche, no se deje abatir, le doy fuerza y amor'".

Ahí conocimos a la doctora Barbarita Peralta y al doctor Tomás Stamm. Ellos fueron tan buenos y compasivos conmigo, ellos y todos los que trabajaban ahí que me vieron aguantar las lágrimas, me vieron embarazada, pelear con mi mamá porque era porfiada y tomaba más morfina que la señalada. Pobre, le tenía miedo al dolor y se automedicaba y se intoxicaba.

Así empezó nuestro proceso; porque el cáncer es un proceso muy profundo y personal. Es algo que pasa en el alma, en el corazón. Y que duele, y mucho. Son, de hecho, muchos duelos.

Las esperas en esa unidad eran largas y muy aburridas. Mi mamá leía la biblia y yo miraba a la gente. Todos esperaban silenciosos su turno.

Acompañando a mi mamá conocí mujeres a las cuales sus maridos las dejaban cuando enfermaban. Conocí a hombres que no le decían a nadie que estaban enfermos para no molestar. Vi a muchos haciéndose los fuertes para que su familia no sufriera. Los vi llorar en los baños y sonreír para no hacer daño.

Pensaba mucho en todos ellos. Y lo único que se me ocurrió fue juntar revistas y llevarlas cada vez que iba con mi mamá. Partí con las mías, pero a poco andar empecé a recolectar entre mis amigos. También iba a la revista Paula y al The Clinic, donde colaboraba, y me llevaba cientos de ejemplares que dejaba en las sillas de todo el hospital.

Mi razonamiento es que leyendo historias como los halcones de Felipe Camiroaga o la Geisha en su mansión antes de que la perdiera, las horas pasan volando, porque leer te hace escapar del hospital, al menos por un ratito. Fue un hit. Había días en que llegaba y todo el mundo estaba leyendo y notaba en sus caras cierto relajo; de alguna manera, mientras leían, no estaban enfocados en su enfermedad.

En algún minuto dejé de llevarlas: entre que mi mamá empeoraba, mis hijos que eran chicos, que estaba con mucho trabajo, la verdad que no me dio el cuero. Lo siento mucho, me arrepiento de no haber seguido. Era una buena idea.

2

El sicopateo

En 2009, hice mi primera campaña navideña y me puse a juntar regalos para los pacientes de INC, especialmente para los que esa noche estaban hospitalizados. Me apañaron mis amigos; todos los que conozco. A ellos los llamo "mis amados benefactores". Les digo que soy su Lady Di, pero pobre y negrita, y la verdad es que me siento muy honrada de su amistad, generosidad y confianza. De verdad los amo.

Mi método es bastante simple: sicopatear hasta el cansancio. Mails, llamados telefónicos, visitas sorpresa, asaltos express y mensajes de texto, por Facebook, Twitter y todo lo que pueda. Acepto regalos y plata. Si la gente no tiene tiempo para ir a comprar, me pasa lo que quiere gastar, compro por ellos y rindo las boletas.

Busco regalos para los hospitalizados: cremas ricas, lociones, toallas, libros, mandalas, útiles de aseo en general. No puedo llevar comida y la ropa suele ser un cacho por las tallas. Siempre que pido donaciones les pongo una condición: que sea lo que te gustaría recibir si estuvieras malito en un hospital. He llegado a juntar más de 100 regalos, pero lindos-lindos.

Recolecto durante las semanas previas, compro lo que me falta, clasifico, envuelvo y los entrego con una tarjeta con el nombre de mi benefactor y un mensaje de aliento: "no deje de luchar, el mundo lo necesita". Cuando me sobra plata me voy a La Vega y regalo botellas de vino. Siempre hay mucha gente buena haciendo cenas, debo ser la única desubicada que regala botellas de vino pero la verdad es que creo que hago lo correcto y hasta ahora ningún benefactor me ha retado. Cuando me quedan más cosas, se las regalo a los recolectores de basura, gente hermosa que admiro y a la que considero mis amigos.

"La primera vez que repartí regalos, los enfermos que estaban conscientes me agradecieron tanto que me emocioné, pero me hice la loca, traté de darles ánimo y no dramatizar. A los que dormían les dejé sus regalos en el velador".

El perfume

Para esa primera campaña navideña, una amiga me regaló un perfume hermoso. Esa tarde me puse a envolver regalos a los pies de la cama de mi mamá, que ya había empezado a tener conductas un poco raras y se le iba un poco la onda a la pobre; creo que era por la morfina. Bueno, esa noche vio el perfume y me pidió que se lo diera o vendiera. Le dije que por ningún motivo, que era para los hospitalizados.

A los pocos días ella tuvo que hospitalizarse. Venía llegando a mi casa y había una ambulancia en la puerta. Me subí y desde ese momento entré en una dimensión desconocida. Lo último que me dijo fue: "hija mía te amo con toda mi alma". Y nunca más habló. Entró en un estado de sopor: abría los ojos pero no hablaba. No sabía si escuchaba, si sentía.

Los doctores me dijeron que podían operarla y hacer algunas cosas para alargar su vida. Yo recordé sus palabras cuando nos pedía que no nos encarnizáramos con su cuerpo con tal de mantenerla con vida. Hablé con mi hermana y respetamos su decisión. Lo recuerdo y se me aprieta la garganta.

Traté de no separarme de su lado. Le leía la biblia y le contaba historias maravillosas que por cierto eran mentiras. Le hacía masajes en sus manos y, cuando los doctores o las enfermeras andaban lejos, me acostaba a su lado.

Me explicaron cómo sería la muerte: su respiración se haría imperceptible, tal vez tuviera algún remonte, pero que se iría. Mi mamá me engañó muchas veces. Pasaban las semanas y yo le susurraba: "Gorda, ándate en paz, estaremos bien, te amamos y te amaremos siempre". Pero no se moría. Una auxiliar me dijo que tal vez no se iba porque tenía asuntos pendientes.

Pensé que quería despedirse de los mellizos, entonces grabé la voz de mis hijos que tenían 3 años entonces, diciéndole: "Buen viaje Toty, que te vaya bien, te amamos". Fui y se la puse en su orejita.

Así nos llegó la Navidad ese 2009 con mi hermana, mi mamá y yo en una habitación inmensa en el INC. Le dije a mi hermana que se quedara con ella mientras yo repartía los regalos. Fue mi primera vez. Avancé por los pasillos solitarios y a ratos me llegaba una pequeña brisa. Los enfermos que estaban conscientes me agradecieron tanto que me emocioné pero me hice la loca y traté de darles ánimo y no dramatizar nada. A los que dormían les dejé sus regalos en su velador.

Hoy hago lo mismo: aunque se me apriete el corazón y me acuerde de mi mamá y todo lo que pasamos en el INC, voy y digo en cada camilla: "Hola, ¡feliz Navidad! Mire, este regalo se lo manda mi amigo X, que le manda cariño y le pide que sea fuerte, ¡que se mejore!". Y me voy.

Ese 2009, después de repartir regalos, volví a la habitación de mi mamá y le entregué el perfume que ella quería. Le puse un poquito en la camisa de dormir y esperé alguna reacción. Y nada. Pasó el Año Nuevo, escuché los fuegos artificiales, los gritos de celebración. Cerré las ventanas y le tomé la mano a mi mamá.

La misma auxiliar que me dijo que tal vez mi mamá tenía asuntos pendientes me dijo esta vez: "tu mamá nunca se va a morir porque no quiere hacerlo delante tuyo". Lo encontré ofensivo. Me dolió porque éramos muy unidas.

Un día mis tías me llamaron al orden, me pidieron que volviera a la casa, que descansara y que las dejara participar activamente porque, técnicamente, la conocían antes que yo. Me dio mucha risa pero les encontré razón. Con la partida de mi mamá, ellas perdían parte de su infancia.

El reloj marcaba las 20:30 cuando dejé a mi mamá con una tía. Apenas llegué a mi casa, a las 20:50 sonó el teléfono: "Hijita, la mamá se fue", me dijo mi tía. Era el 2 de enero de 2010. Mi mamá tenía 52 años y esperó que yo me fuera para partir.

"En mi casa las navidades son para otros. Hace años no hago árbol y los regalos son uno por persona y modestos. Mis hijos me apoyan y acompañan. Intento mostrarles que somos afortunados y que es nuestro deber estar ahí, con los pacientes con cáncer".

380 teles

No sé por qué sigo recolectando regalos. La verdad es que el mundo no va a cambiar. Un regalo no cambia nada. Pero me gusta hacerlo y siento, por la felicidad de los pacientes cuando reciben ese pequeño regalo, que algo sucede en ese gesto de dar y recibir, cuando es genuino y desinteresado.

La Navidad anterior al mundial me sobró plata y me vi con muchas películas que me dieron en Fábula y Aplaplac. Entonces compré un DVD. Y, cuando lo llevé al instituto, me di cuenta de que no había televisor. Me quería matar porque ya era tarde y una de las claves de hacer colectas, según mi estilo chamulleado, es ser oportuna y no gastar la varita mágica.

Salí del INC abrumada y frustrada. Hasta que me di cuenta de que pronto venía el mundial de fútbol. Vi en las noticias que la gente andaba como loca comprando teles. Y pensé: "si una tele entra a una casa, es lógico que otra sale; ¡quiero esa tele vieja!". Fue como una epifanía, me sentí una genia.

Entonces rompí mi regla de no molestar más de la cuenta y pedí que me regalaran teles usadas. Alguien puso mi mail en Facebook y Twitter y comenzó la locura. Hasta salí en las noticias (y no por cometer un delito, como bromeamos con mis amigos), sino que por algo bueno. Me vi sobrepasada porque la gente me escribía para que fuera a buscar las teles y yo no soy una ONG ni nada parecido: soy yo y mi auto que apenas funcionaba.

Entonces una cuadrilla de amigos bacanes me ayudaron. Hice un mapa de Santiago y repartí comunas. Parece que era domingo. Llovía. Necesitaba cerca de 50 teles y juntamos más de 380. Mi departamento colapsó. Gente que no conocía llegó a ayudarme y me prestaron un container, otros fueron a certificar las teles para entregarlas garantizadas; fue increíble. Después las limpiamos, les compramos antenas y controles remotos y pilas. Por otro lado, la gente estaba feliz de poder dar su tele y nos tiraban mucha buena onda. Monjitas, profesores, obreros, estudiantes, actrices, cocineros, abogados, alcaldes, secretarias y hasta ministros colaboraron en esa campaña. Eran tantas las teles que junté que no solo llevé al INC sino que al hospital Roberto del Río de niños, a colegios y a hospitales de la zona norte.

Para el mundial me fui a dar una vuelta y vi el partido de Chile con España los pacientes. Parece que Chile ganó. Estaban todos contentos. Después, para la Copa América me dejé caer también y pude constatar que entregan la distracción que yo buscaba.

Navidad en mi casa

Pero, siendo muy sincera, muchas veces me sigo sintiendo vacía y pienso que nada de lo que hago sirve en el fondo, nada trasciende, nada cambia nada.

Quizás por eso participo en otras campañas: las que recolectan gorros para el invierno y pañuelos para el verano. Las que juntan materiales para talleres y huertos. Apoyo a la Fundación Oncológica Dr. Caupolicán Pardo que cada Navidad cumple sueños de los pacientes. Con mis amigos hemos regalado bicicletas, gift cards, ollas, viajes. Un año yo misma llevé a Isla Negra a una señora cuyo sueño era conocer la casa de Pablo Neruda. Fue bonito.

En esta Navidad me gustaría cumplir algunos sueños como un notebook para una niña de 17 años que está en silla de ruedas y que no ha podido ir al colegio y que lo necesita mucho para estudiar y conectarse con sus amigas. Ando también buscando unos patines de Soy Luna para una paciente muy joven con un tumor cerebral que necesita ese regalo para su hijita. Y tengo en vista una guagüita hija de haitianos tan linda que necesita pañales y un montón de cosas que será mi bonus track. ¿Mi sueño? Crear un banco de canastas familiares que dure todo el año.

En mi casa las navidades son para otros. Creo que hace años no hago árbol y los regalos son uno por persona y muy modestos. La cena es lo que hay o lo que prepara mi hermana. Mis hijos me apoyan y me acompañan en la recolección, organización y entrega. Sus navidades son distintas a las del resto de los niños porque la pasamos en un hospital. Lo que intento decirles y demostrarles con el ejemplo es que somos afortunados y que es nuestro deber estar ahí, con los pacientes del INC.

Cuánto me gustaría que mi mamá estuviera conmigo en esta Navidad viendo crecer a mis niños. Ellos hoy tienen 11 años. Mi mamá tendría 60. Hoy, a esta hora, alguien está perdiendo a alguien que ama, alguien está solo, alguien está enfermo.

Una vez escuché que uno nunca vuelve del infierno con las manos vacías. La muerte me enseñó de la vida. El dolor me hizo amiga de la esperanza. El cansancio me adoctrinó en la fuerza y nunca sintiendo tanta pena me he sentido más agradecida.

Ahora que lo pienso, tal vez, lo que hizo el cáncer de mi mamá conmigo fue hermanarme con el dolor. Me hizo no solo empática sino que compasiva en el más hermoso significado de la palabra. La compasión es algo así como "veo tu dolor y quisiera ayudarte a dejarlo". Eso según mi visión, obviamente chamulleada, como todo lo que pienso.